Saber cómo gestionar las emociones de forma eficaz para tu bienestar te ayudará en tu camino hacia el equilibrio emocional.
Seguir leyendoLa intuición, la aliada de nuestro yo
Todos tenemos intuición. Nacemos teniendo esta habilidad que nos permite conocer y percibir la vida de forma inmediata, sin la intervención de la razón. Al crecer hay personas más capaces de desarrollarla y otros, en cambio, la ignoran, dejándose llevar solo por la razón y lo conocido mentalmente.
Todos en algún momento de nuestras vidas hemos experimentado instantes de intuición. En general, los rechazamos por no tener lógica y dudamos que tengan algún fundamento, porque nos han educado orientándonos hacia la razón, la explicación y el conocimiento. Creemos que necesitamos entender, que entender nos da seguridad al actuar, que necesitamos entender para conquistarnos a nosotros mismos. Y esto, en el fondo, es una simple creencia.
La intuición la reinterpretamos como una revelación. En cambio, no sabemos que nos permite reconocer, aprender y experimentar la verdad. También está vinculada a reacciones y sensaciones, más que a pensamientos elaborados y abstractos. No es una iluminación divina, sino una habilidad que nos ayuda a tomar una decisión. Es ella quien, en un instante, nos permite valorar si una persona es de fiar o no.
La intuición va más allá de la razón, sin oponerse a ella.
Nos acerca a la creatividad, la cooperación y nos conduce más allá de lo que pensamos. Aunque no la comprendamos del todo, está para guiarnos en el difícil arte de transitar por la vida. La intuición se siente más que se piensa. Nos suele enviar mensajes a veces un poco complejos como sensaciones, formas o palabras que no entendemos.
¡Demos libertad a nuestra mente y escuchemos nuestras emociones!
Entender qué sentimos en nuestro mundo interior ayuda a sentir calma y equilibrio. Desarrollar la atención y practicar el silencio, permitirán desarrollar la intuición.
¿Podemos garantizar entonces que si seguimos nuestra intuición tomaremos las decisiones más adecuadas? Nadie lo puede garantizar. En cambio, con ella, conseguiremos actuar de acuerdo a nuestra esencia, valores, emociones y de acuerdo a nuestras experiencias previas. Este proceso se da de manera inconsciente y tiene variables que dependen de la personalidad y creencias de cada persona.
Obviamente hay factores que dificultan el desarrollo de la intuición. Por ejemplo, la indecisión, la razón, el miedo a equivocarnos y la falta de confianza. Todo esto la obstaculizan.
Se la conoce como la parte del inconsciente adaptativo. Cada cosa que sentimos aprendiendo, que interiorizamos, que experimentamos, riega una semilla que va creando nuestra esencia que usamos casi sin darnos cuenta.
Sirve también como canalizador para separar y decidir hacia el arte de descartar. La obtenemos a través de vivencias pasadas similares y esto nos permite conseguir una deducción creativa de los problemas que se nos presentan. Se manifiesta en situaciones de riesgo, en las que no tenemos margen para razonar o analizar permitiéndonos una reacción inmediata o un segundo de duda antes de emprender una acción.
Aprendemos a partir de ensayo-error.
La intuición opera sobre la empatía, permitiéndonos saber el estado anímico de una persona sin que la conozcamos, o sin que haya manifestaciones suyas. Se adquiere a través aprendizaje asociativo e imitación.
El trabajo con mis alumnos me ha ayudado a desarrollarla aprovechando mejor el potencial de la mente, resuelvo mejor las dificultades, soy más creativo, tomando mejores decisiones y me permite tener relaciones de cooperación y empatía.
Dedicado con agradecimiento a Gemma Pujol
Cuando el cáncer llamó a mi puerta
A primeros de marzo de 2019 me comunican que tengo cáncer de vejiga. Agresivo, frío. Pide urgencia en ser extirpado. El tabaco es la causa… En el momento del diagnóstico, hace más de 12 años que dejé el tabaquismo, que abandoné ese hábito que sustenta la baja autoestima. Pero por lo visto, sus consecuencias aún me persiguen.
La manera en la que me informan de la gravedad de la situación fue poco asertiva. Salgo de la visita con dudas, siento miedo y me pregunto: ¿Por qué precisamente ahora?, ¿qué me está diciendo esta dificultad?
Ya en el coche de camino a casa, mi pareja que siente también miedo me pregunta: “Xanos, ¿y ahora qué?”. Le respondo: “Dame media hora, voy a buscar mi centro, mis herramientas”.
Al rato, llamo a mi hija y hermanos, y a los componentes del equipo del proyecto. Les cuento la situación y les digo a todos ellos: «No sufráis, porque yo no sufro. Estoy tranquilo y sereno y así será todo el tiempo. Ya he tomado mi decisión: El cáncer no va a poder conmigo, tengo demasiadas cosas importantes por hacer, me quedan muchas personas aún por ayudar, me queda mucho por vivir».
Tomo consciencia de que lo único que puedo hacer por mí es llegar al quirófano sereno, con el cuerpo y el alma en la mejor disposición para que la cirugía haga su magia.
¿Y cómo lo hago para mantenerme sereno?
Pues aplico un conocimiento que ya hace años –desde el inicio de mi propio proceso de mejora personal– que tengo y que ha llegado su momento de máxima utilidad: El cerebro utiliza exactamente los mismos caminos neuronales para el miedo que para la confianza. Eso hace que estar en miedo o confianza dependa de uno mismo. Por lo tanto, tomé la decisión de instalarme en la más absoluta confianza en mí, en la vida, en la ciencia, en los cirujanos y en el hospital donde me operaran.
Alguien se dirá: “Pero que tú decidas que el cáncer no va a poder contigo no quiere decir que no pueda”. Le respondo: “Es cierto, pero sólo puedo aportar a la situación mi positiva actitud, mi serenidad y mis ganas de vivir de manera que toda la química del cuerpo la pongo en favor de mi recuperación”. Si el cáncer hubiese podido conmigo, me hubiese ido en paz por haber hecho lo mejor posible en cada momento. ¿Te parece poco irse en paz?
La operación de 14 horas llegó cinco meses y dos aplazamientos después. Llegué profundamente sereno al quirófano, salí profundamente sereno y sigo profundamente sereno. Conseguí mi propósito, me sentí satisfecho y feliz. Me sentí pleno, en total sintonía con la vida y conectado al universo. Mis herramientas funcionan, mi labor sigue, ¡Mi misión es más relevante que nunca!
El cáncer ha supuesto un incremento claro de mi ya trabajado nivel de conciencia a través de mi proceso personal y los acompañamientos que ya hace siete años que imparto. Lo viví como una prueba que me ponía la vida para crecer, porque estaba preparado para superarla y de mí dependía cómo y dónde posicionarme para que fuese crecimiento y no hundimiento.
Está en nuestras manos, es nuestra suma dignidad, decidir cómo afrontamos las situaciones que la vida nos va trayendo. ¡Tú también puedes hacerlo así! ¡Todos podemos!
Un fragmento del escrito que mandé a mi pareja el día antes de la operación:
“Gracias por tu acompañamiento de estos meses de espera, me han ayudado mucho. Estoy contento siendo plenamente conscientes de la situación, hemos sabido vivirla con serenidad y armonía, hemos aprovechado para crecer y no para quejarnos.
Al llegar al quirófano empieza la recuperación. Mañana empieza una nueva etapa marcada por el respeto, la estima y por seguir ayudando a los demás con nuevos retos y sueños, con cambios que la vida seguro que nos traerá, que los aceptaremos con naturalidad y sabiduría.
Nueva etapa de más autenticidad, de más nivel de conciencia. Por lo tanto, de más autoconocimiento y aprendizaje, de más humildad y perseverancia, adaptándonos.
Sabes que estoy profundamente sereno, recuérdalo en las horas siguientes y procura hacerlo llegar a todas las personas de nuestro entorno.
¡Nos vemos a la salida!”
El camino interminable entre la euforia y la desesperación
La euforia es una emoción de exaltación de la alegría, que cuando permitimos que se dispare nos conducirá, una y otra vez, a la posterior e inevitable desesperación. ¡El bucle está servido!
Cuando, teñidos de ese estado hiperemocional, inconscientemente, queremos sostener la euforia como si de algo nuevo en nosotros se tratara. No nos damos cuenta de que estamos exigiendo a nuestro cuerpo que sostenga una química impropia.
Cuando eufóricos, queremos “ser” siempre así, ahí, en ese momento, nacen nuestros futuros sufrimientos. Porque el cuerpo no puede sostener más que temporalmente, ese estado de excitación que ha producido el impacto emocional en nosotros. ¡La relación entre euforia y desesperación es directa!
Si tenemos comportamientos eufóricos estamos admitiendo, implícitamente, que tendremos, en consecuencia, estados desesperados, depresivos.
Muchos también, para salir de la depresión, se insuflan una acción de intensidad –confundiéndola con autenticidad– como para salir del aburrido letargo en que se perciben. Retan a su psique a que aquello que han creado superficialmente para salirse de sí mismos, no sea efímero. Cuando en realidad lo que denota esa creación es que con quien no saben convivir es con ellos mismos.
Hace años que, casualmente, creé una técnica de visualización que aún hoy utilizo y explico a mis alumnos. Se trata de tomar consciencia de cuando estamos entrando en euforia imaginando un globo ascendiendo al cielo –el mío es blanco– que pincho con una aguja de tal forma que cuando explota todas las partículas de alegría que contiene el globo las acojo con la boca abierta. De esta manera, toda la alegría en vez de convertir-se en un comportamiento –externo, por tanto– queda asumido dentro de mí, en forma de alegría interna.
Durante muchos años estuve haciendo, constantemente, este viaje de la euforia a la desesperación y no fue hasta mi proceso de mejora personal que puse en práctica mi nueva manera de vivir serenamente: del 4 al 7. Fácil, ¿verdad?
Me di cuenta de que si en vez de irme al 10 eufóricamente, retenía parte de esa euforia en el 7, mi mente no asociara ese 10 con el 0, si no ese 7 con el 4. ¡Y así es!
Desde entonces vivo con mucha paz interior, porque al cambiar de estrategia dejé de ser un “pelele” emocional dependiente de las circunstancias y pasé a ser el líder de mi vida emocional. Y, de esta forma, se acabaron las desesperaciones.
El día que estoy en un 4, estoy triste pero feliz. Soy muy eficiente y son días, además, que entro mucho en mí, que busco como nunca conocerme, descubrirme. Los días al 4 son días de interioridad, de encuentro conmigo mismo.
Del 4 al 7, no solamente es una manera lineal de enfocar la vida en velocidad de crucero, de plenitud sostenida, sino que, además, tiene profundidad y altura, ¡es una técnica de tres dimensiones!
Cuando la alegría es mayor, no tengo ya una conducta eufórica. Si acaso, profundizo en mi alegría interna y mi altura es la que va ascendiendo cada vez que me “deseuforizo” y vuelvo al 7. De esta forma, crece y crece mi nivel de conciencia.
Hay que vivir entre el 4 y el 7. ¿Te atreves?
Con aprecio, dedicado a Pere Ventura
El ‘feeling’, la confianza natural
¿Qué es el feeling y qué nos aporta?
El feeling lo podríamos definir como una emoción indescriptible de confianza que, sustentada en el tiempo, se convierte en sentimiento y se arraiga. A lo largo de la vida, nos damos cuenta de que con unas personas el feeling se ha dado desde el primer momento, y, en cambio, con otras no ha sido nunca. ¿Cuál es el motivo? ¿El feeling es siempre correspondido?
Esta sensación es hija de la intuición, esa cualidad tan poco conocida pero tan auténtica que tenemos los seres humanos. Está en todos nosotros, aunque con diferente potencial y desarrollo. No todos tenemos la misma intuición.
El feeling despierta en nosotros confianza, genera ilusión, empatía y fortaleza en las relaciones personales, también a las profesionales. Es como si, de golpe, caen las barreras de la desconfianza, fruto de las malas experiencias que llevamos acuestas y con las que nos acostumbramos a comparar. Es como si, por fin, encontramos en quien descansar nuestras cosas sin que el pasado nos pase factura. Es un rayo de sol perenne en nuestras vidas. ¡El feeling mueve montañas!
Además, lleva consigo comportamientos de solidaridad, de interés por otros, de motivación y de bienestar emocional. Es una esperanza argumentada que fomenta el compartir, que aporta seguridad y nos ofrece esa energía necesaria para tener paz interior.
Cuando hay feeling sabemos que no estamos solos.
Pero ¿es siempre correspondido?
Si no lo es, se convierte en la expectativa de que podríamos tener una relación de confianza con una determinada persona. Pero la realidad es que no podemos confiar porque solo nosotros lo sentimos.
El feeling es de ida y vuelta. Es un feed-back emocional muy profundo y, en general, muy duradero en el tiempo, porque la confianza genera más confianza.
Démonos cuenta cómo con las personas que tenemos feeling somos más tolerantes y, a menudo, incluso justificamos sus errores, porque así ofrecemos una vida más larga esa relación feeligniana. Protegemos la confianza con generosidad, sin exigencias y desde la preferencia somos más benevolentes.
El feeling es fuente enorme de placer y estabilidad sentimental. Es una evocación a nuestro instinto más auténtico, al de que somos seres sociales que dependen unos de otros, que viven en continua conexión energética.
La energía que fluye entre seres que sienten feeling es de una extrema sinceridad, de una ingenua y desbordante transparencia. Encontramos en el otro aquello que nos llena, aquello que nos induce a ser felices. Encontramos aquella complicidad que nos invita a estar presentes en cada encuentro, en cada pensamiento.
Cuando sentimos feeling podemos creernos afortunados, somos queridos y respetados, por nosotros y por el otro. Nos sentimos reconocidos por lo que somos, no por lo que tenemos o hacemos. El feeling reconoce nuestra grandeza por ser, sin más.
Como todo en la vida, la medida está en nosotros, si ansiamos feeling con muchas personas es que estamos en demanda de energía o de amor, el que no nos damos a nosotros mismos y que anhelamos de los demás.
Si nuestra capacidad de sentir feeling es con unas pocas personas, será de calidad y auténtico, no habrá demanda, habrá oferta de energía, que será devuelta por esa magia que producen las emociones bien gestionadas, bien llevadas.
¿Te produce feeling este post?
Dedicado con estima a Berta Gómez.
Foto: Piscilla Du Preez. Unsplash.
Las consecuencias emocionales del confinamiento
Es necesario procesar y gestionar adecuadamente las emociones sentidas y el sentido de irrealidad en el confinamiento. Una cuarentena no deja de ser una privación de libertad, un cambio radical a nuestros hábitos y costumbres y una incertidumbre personal-laboral y social importante. Es una enorme y obligada salida de la zona de confort. Estamos en una situación excepcional y vamos a otra, quizás, aún más excepcional y desconocida.
Cualquiera de nosotros puede sufrir consecuencias por el obligado confinamiento. De haber sido breve hubiese, seguramente, afectado mucho menos. Pero una cuarentena es ya “palabras mayores”, debemos tomarnos en serio esta situación y procurar comunicar y buscar ayuda si percibimos en nosotros o en alguien de nuestro entorno síntomas de estrés postraumático u otro tipo de alteraciones emocionales.
Alteraciones habituales podrían ser, por ejemplo, tener miedo de acercarse a los demás o de dar abrazos a personas que antes sí lo hacíamos. También si no nos apetece estar en espacios públicos o bien nos aislamos más socialmente o evitando lugares que haya muchas personas.
Las consecuencias son totalmente impredecibles en estos momentos, pero debemos prepararnos para una vuelta a la normalidad lenta. Deberemos darnos tiempo para asumir los cambios que irán sucediéndose fruto de la nueva situación creada.
Nos ayudará mucho integrar la máxima de que lo único constante que hay en nuestra realidad es el cambio. Porque el cambio viene, ya está aquí y nos irá bien estar preparados, alertas y flexibles para poder asumirlo en las mejores condiciones posibles.
Dotar hoy al confinamiento de sentido, hacer cosas por los demás, ayudar a quien podamos será al acabar esta situación una gran fuente de bienestar porque no tendremos la sensación de haber perdido el tiempo, de que nos han robado una parte de nuestra vida. El sentido de irrealidad lo podemos vencer dándole sentido a esta realidad en el presente.
No estamos solos, estamos todos. De esta saldremos con generosidad no con egos inflados.
Para superar la vuelta a la “normalidad” nos irá bien reconocer que debemos gestionar la nueva situación, no darla por superada sin más. También ayudará ser compasivos con uno mismo y no culparnos de las posibles dificultades que tengamos.
Preguntarnos qué hemos aprendido en este confinamiento permitirá dar sentido a las exclusiones a las que nos hemos visto obligados. Entender que los demás seguirán mayormente un proceso parecido al nuestro. Todos vamos a necesitar tiempo y herramientas para superar el vacío existencial que, en muchos casos, se producirá. Compartir con otros nuestra experiencia del confinamiento y, sobre todo, compartir cómo nos sentimos en cada momento nos ayudará enormemente a mejorar nuestro estado emocional.
Si pasadas unas pocas semanas no emergemos con naturalidad deberemos pedir ayuda profesional. No es un efecto menor el que se produce en nosotros tras un confinamiento o cuarentena.
Foto: Jorge Salvador. Unsplash.
Sin poder despedir a nuestros difuntos
Con motivo de la pandemia del coronavirus y el consecuente confinamiento, estamos perdiendo seres queridos de los cuales no tenemos oportunidad de despedirnos. Realmente, se trata de un auténtico drama que está afectando a muchas familias. Y es que ¿es necesario para nosotros despedirnos? ¿Podemos hacer un duelo sin despedida? ¿Cómo gestionamos la pérdida en esta situación tan dramática?
Todos hemos sufrido esta adversidad o conocemos a alguien que la está viviendo.
Perder a alguien por culpa del coronavirus es una experiencia dolorosa y traumática, porque de golpe no solo perdemos a un ser querido, sino que además lo hacemos sin la necesaria visión de la realidad. Es como un engaño, como un siniestro truco de magia. Desaparecen sin saber dónde está el cuerpo, como ha pasado en mi propia familia. Estuvimos 48 horas sin saber dónde descansaba el cuerpo de la difunta.
La primera fase de una pérdida de un duelo es, sin duda, la negación: nos cuesta admitir la pérdida. Confundimos nuestra necesidad emocional, con la realidad de un hecho consumado. Nos negamos a creer que es cierto aquello que tanto nos duele, nos negamos a aceptar la pérdida, por el dolor que nos supone y se incrementa por el miedo subconsciente que la pérdida también implique olvido.
Esta fase se vuelve más dolorosa en los casos de nuestros muertos por coronavirus que desaparecen de nuestras vidas de forma súbita, sin poder despedirnos, sin poder enterrarlos, sin poder hacer las paces, sin reconciliación. Lo único real es el vacío. Es una sensación de irrealidad, como si de una ficción se tratara. Hay una profunda contradicción entre lo que sentimos y aquello que el consciente nos dice.
La consecuencia de todo esto es más dolor emocional y más retraso en la gestión del duelo. Es claramente una dificultad no deseada en ningún caso. Las pérdidas por coronavirus se asemejan a las pérdidas por accidentes cuando nuestros seres queridos se van sin más, como si la vida tuviera prisa en llevárselos, como si la vida no fuera tiempo, como si la vida dejase de existir.
En muchos casos aparece un sentimiento de culpa en los familiares, que se dicen, inconscientemente, a sí mismos que deberían haber llegado a tiempo, que tendrían que estar allí. La mente les juega malas pasadas especulando sobre cuál hubiese sido la manera de despedirse, de evitar el vacío emocional que supone no tener la oportunidad de un último adiós.
¿Qué hacer pues en esta situación de pérdida súbita?
Cada duelo es único, cada uno de nosotros tiene una relación exclusiva con el difunto. Po lo tanto, aceptar que esto es así nos ayudará a no compararnos con otras personas que lo llevan de otra manera.
La tristeza que sentimos nos puede ayudar a buscar apoyo en otros familiares y amigos que mantengan serenidad ante el suceso, que no agraven nuestro dolor. Acercarse a quien está peor que nosotros no ayudará en absoluto.
Hay que darse tiempo, es un proceso. No podemos superar la situación si nos exigimos hacerlo en un tiempo concreto. No es un objetivo superar el duelo, es una experiencia para ser vivida. Volver a nuestros hábitos nos ofrece ese tiempo que necesitamos.
Es sano buscar ayuda profesional para superar este momento. Y ojo también con lo que nos decimos, que va a determinar nuestro estado emocional. Mientras, nos ayudará escribirle una carta a modo de despedida a esa persona que se ha ido o grabarle un video aunque no podamos enviárselo ya que nos lo enviaremos a nosotros mismos.
Foto: Alex Baber. Unsplash.
La envidia, una declaración de inferioridad
La envidia es un continuo estado de alerta y comparación con otros. No quiere solo lo que tú tienes, directamente quiere que no lo tengas. Confiar salir bien parado de las comparaciones constantes y neuróticas es casi una utopía.
Los que sienten envidia se comparan y, al final, siempre pierden. Nunca ganan. No emiten comparación para ganar sino para afianzar su sufrimiento, para darse la razón desde su perspectiva de víctima.
Al compararse con otros, la persona envidiosa siempre se ve peor, menos feliz, con menos posibilidades y menos válida. Para compensar su sufrimiento, en los peores casos, busca excusas para paliar el profundo dolor emocional, diciéndose que los demás no la entienden porque es diferente y, sobre todo, especial.
El insufrible padecimiento emocional que provoca la envidia aleja de la realidad a las personas que la sienten continuamente. Crean un mundo de insinceridad, de imaginación alrededor de ideas desacertadas y de derechos otorgados por uno mismo y justificados diciéndose que la vida, al dotarles de tan baja autoestima, les ha tratado mal.
Piensan que la vida les debe una porque no se ven capaces de superar la carencia que sienten, porque no se aceptan, no se gustan y culpan a la vida y a los demás. Cuando lo que deberían hacer es responsabilizarse de su vida y sus cualidades optimizando sus mejores habilidades, admitiendo las mejorables y, sobre todo, mirándose en su espejo y no, en otros. A menudo el sufrimiento también les invade con pensamientos vengativos. Sueñan con un día tener el poder para humillar a todos aquellos que han rechazado sus comportamientos envidiosos.
A la persona envidiosa le cuesta mucho verse desde fuera. Son grandes conocedores de sí mismos pero sin ánimo de cambiar, sino de perpetuar su comparativa. Buscan provocar la pena en los demás porque piensan que, de esta forma, recibirán lo que les falta.
La envidia a menudo produce rechazo. No, de la persona sino de la conducta que sostiene: A esa manera de hacer tan peculiar que emite juicios constantes y hace sentirse observado por los demás.
Sin darse cuenta, las personas envidiosas agreden a los demás con la intención de rebajarles para, ni que sea por un momento, sentirse en igualdad de plano y de condiciones. Ese comportamiento agresivo dificulta las relaciones sanas ya que se percibe como un ataque a la esencia de uno mismo. Es como una lanza punzante que te clavan por un instante.
Por otro lado, la vergüenza es mirar dentro de uno mismo y no gustarse. Y, además, hacer todo lo posible para que fuera no vean lo que uno ve dentro y evitar a toda costa que no salga eso que uno mismo percibe como tan vergonzoso.
Esa vergüenza, las personas envidiosas la sienten a menudo. No se gustan y el hecho de seguir comparándose buscando un día gustarse por compararse con alguien peor, hace que se sientan muy avergonzadas. Y esta conducta, al final, perpetúa la envidia. Es un bucle.
Todo final es fruto de un inicio. La envidia a menudo lleva a lo insufrible, a un ego de altos vuelos con unas conductas difícilmente asumibles por el entorno. La envidia es superable, es sanable pero se necesita decisión, valor y coraje para enfrentarse al mundo sin decirse que se es menos, que la vida les trata con inferioridad, que los demás son mejores.
Si sientes envidia, empieza por aceptarla. Procura no querer superar a los demás y busca superarte a ti mismo. No te falta nada, solo lo has interpretado así.
Foto: Artem Beliakin. Unsplash.
El odio, virus emocional
El odio, en contra de lo que piensa el que lo siente, va en contra de uno mismo. Es un virus emocional que está en nosotros y que ingenuamente proyectamos en los demás, pero no les alcanza.
Nos corroe por dentro cuando decidimos culpar a otros –que no tienen ninguna responsabilidad– de lo que no está resuelto en nosotros mismos. Queremos que paguen sus errores y ofensas y no nos damos cuenta que, odiando, pagamos un alto precio por el deseo de destrucción y dolor hacia el otro.
El odio clama venganza y esta se vuelve contra uno mismo. Es como tomar veneno y esperar que sea otro el que muera… El odio es autodestructivo.
Tras el resentimiento y el odio se esconden grandes dosis de culpabilidad, de envidia o de celos. Por lo tanto, de vulnerabilidades no reconocidas, de mejoras pendientes de autoconocimiento. Se odia a quien se admira y a quien se desprecia. También, a quien se quiere y a quien se teme.
Te odio y me odio porque no me quieres. Del amor al odio hay sólo un paso, pero hay muchos más pasos, más resistencias del odio al amor.
Siempre estamos en un bucle, siempre intentamos en vano que nos pida perdón y los otros se humillen porque merecen ser castigados. !Qué locura! Somos nuestros verdugos inconscientes.
Hay algunos que reconocer que sienten odio, les produce vergüenza o, incluso, miedo de sí mismos. Otros, viven siempre odiando, odiándose. El odio se transmite de generación en generación porque sí y esto acaba provocando odios que no se discuten, que no se cuestionan. Odiar se convierte en una manera de supervivencia, cuando la realidad es que se trata de la muerte en vida. ¡No vale la pena odiar!
Odiar es el ego en su estado máximo, es no conocernos, es no aceptarnos. Odiando lo que manifestamos es el deseo de destrucción, de sufrimiento y control ajeno. Es un bucle de profundo sentimiento, de emociones de asco, desprecio y repulsa, que hará sufrir inmensamente a todo el que lo vive.
Revisemos si sentimos eso:
Cuando queremos atacar a otro en su esencia, deseamos la oportunidad de rechazarlo profundamente y mantenemos un rencor sostenido, estamos en el pozo. Es un juicio que emitimos sobre otro, queremos tener razón, toda la razón y desde el victimismo, odiamos. Lo odiamos por el mero hecho de existir, le declaramos culpable de estar vivo, necesitamos castigarlo porque no tenemos otras herramientas emocionales y porque vivimos pegados a nuestro ego. Hemos interpretado un acto suyo como imperdonable. Nos decimos que debe ser destruido, que no puede salir impune. Nos convertimos en juez y parte. Nos creemos con derecho a controlar la vida de otro, con poder sobre él.
El odio, en realidad, es muy ingenuo. Es un tóxico profundamente infantil, inmaduro. Todo ese daño que proyecta en el otro, el cual ni se entera, recae en uno mismo. Es lanzar un escupitajo al aire y que se encastre en nuestra propia cara.
Las consecuencias para uno mismo pueden ser penosamente largas y duras, de alta dificultad de superación. Una mochila emocional de peso insostenible. Por cierto, incompatible con la felicidad. Quien odia está inmerso en odio. No hay más. Solo odio.
Esto acaba provocando que haya quien envejece anticipadamente, se les ve, se nota en su comportamiento, en su manera de interactuar con el mundo. ¡Qué pena malbaratar una vida por no ser capaces de resolver un conflicto con uno mismo!
Ofrecemos a los demás nuestro contenido, de lo que están llenas nuestras mochilas, nuestro depósito. ¿Qué tienes dentro?
Perdonar y olvidar y si no podemos olvidar, al menos aprender a soltar. Porque si no lo hacemos, vamos con una bala en la recámara, que antes o después se disparará y nos llevará de nuevo al pozo, al sufrimiento.
No hay nada que odiar solo hay que entender y, especialmente, entendernos.
Vivir sin culpas y sin miedos es posible
Las culpas y los miedos son las dos caras de una misma moneda
Cuando sentimos culpa, nos invade el miedo. Miedo a la no aprobación de los otros, miedo al juicio sobre nuestra conducta, miedo al rechazo, al ridículo, al no, a perder o al fracaso. Y cuando sentimos miedo nos hacemos culpables de nuestra inseguridad, de nuestra flaqueza y vulnerabilidad. Miedo de nuestro miedo, también a lo desconocido y sobre todo a lo terrible. Por lo tanto, aparentemente, tenemos una moneda de dos caras que parecen la misma.
En cuanto a la culpa tenemos dos alternativas claras y será nuestro grado de madurez emocional que decide dónde vamos: si a la responsabilidad o al victimismo. Si en ese momento que nos sentimos culpables nos preguntamos: ¿Qué puedo hacer para mejorar esta situación que me hace sentir culpable? Nos estaremos responsabilizando y no permitiremos a nuestro ego se salga con la suya y, por lo tanto, dejaremos de sufrir. Esta decisión nos llevará sin duda a mejorar la situación, a resolver el conflicto y restaurar la paz emocional.
La otra alternativa, la más débil emocional y de más calado social desgraciadamente, es la decisión de ir a la victimización. Nos sentimos culpables por haber hecho algo mal y la victimización perpetúa esa culpa porque nos estamos diciendo que somos malos, que hemos obrado con egoísmo, irresponsablemente. Entramos en queja constante, refunfuñando y protestando y todo eso se vuelve contra nosotros, nos lleva directos a perpetuar el sufrimiento.
Además desde la victimización nos atrevemos a todo, con nosotros y también con el entorno. Nos culpamos y proyectamos esa culpa defensivamente en los demás. Les culpamos de nuestra culpa no resuelta por no responsabilizarnos.
Veamos la realidad:
Nos sentimos culpables, pero ¿somos culpables? La culpa no existe como tal, es una emoción interpretativa, socialmente muy instalada, pero que está basada en una creencia irracional: la de que merecemos la culpa porque hemos obrado mal, como si no fuésemos humanos que se equivocan. Nos han educado en el premio y el castigo, no en las simples consecuencias de nuestros actos.
Las consecuencias no emiten juicio, solo es lo que ocurre por sembrar de una u otra manera. La consecuencia de un mal acto no es insufrible, no nos hace malas personas. Somos buenas personas con malos comportamientos. Cuando hemos cometido un error, anhelamos el perdón de los demás. ¿Qué nos hace pensar que a los demás no les ocurre lo mismo?
Ya nos hemos quedado sin una cara de la moneda: ¡la culpa no existe!
El miedo es la emoción más primaria del ser humano. Al inicio se trataba de decidir si ante el peligro huíamos o nos enfrentábamos. Nos ha ayudado a la supervivencia como especie. Nos alerta del peligro, de los riesgos. Nos pone en guardia, nos previene para que preparemos nuestras habilidades para actuar de una u otra manera: huir o enfrentar.
Ese miedo ancestral, hoy, sólo tiene sentido en casos de extrema gravedad. No me refiero a ese miedo que sigue vigente en nosotros para ocasiones muy extremas. Me refiero a esos miedos que nos llevan al pasado que no podemos cambiar, o al futuro que aún no existe, a terribilizar situaciones que no son tan insoportables. Son mucho más racionales, pero nuestra mente tiende a ello, fruto de nuestras inseguridades y de la poca fortaleza emocional.
La cautela, la prudencia y el interés por las consecuencias de nuestros comportamientos son actitudes, derivadas del miedo, que no lo exageran y por tanto no nos invalida o bloquea. Esos miedos sobre el futuro que tanto nos hacen sufrir son exageraciones de nuestra mente porque nos estamos diciendo: si ocurre esto o aquello será terrible y no lo podré soportar. O en verbo pasado: porque ha ocurrido esto es terrible y no lo puedo soportar.
Si no pudiésemos soportarlo, estaríamos muertos. Si todo lo que nuestra mente exagera fuese tan terrible, el mundo sería insoportable. ¿Cuántas personas pasan tantas noches sin dormir por culpas y miedos sacados de quicio no racionalizados? Culpas y miedos que solo están en nuestra imaginación y que a medida que crece la exageración nos sentimos más y más pequeños.
Nos hemos quedado sin la segunda cara de la moneda.
Me pregunto: ¿Y sin las dos caras de la moneda, con qué compraremos a partir de ahora nuestro victimismo?
Foto: Verne Ho. Unsplash.