Cómo mejorar nuestras relaciones personales en tiempos de confinamiento

relaciones en tiempos del coronavirus

Una situación de confinamiento como la actual es una oportunidad única para darnos cuenta de quién somos, de buscarnos, de descubrirnos. O, al contrario, si así lo decidimos, puede ser una situación de realce de dificultades no superadas, de recriminaciones constantes y de seguir ocultándonos, huyendo de nosotros mismos. La base de la decisión podría ser tomada perfectamente atendiendo esta frase: “Quiero sanar mi relación conmigo mismo, aceptando que lo que me hace sufrir de los demás, es lo que, aún, no he resuelto en mí”.

Mientras dura el “efecto buen ciudadano” –que quiere decir que la inmensa mayoría de personas asumimos con responsabilidad la situación y enfocamos nuestras energías en resolver de la mejor manera posible las nuevas dificultades–, no va a haber incidentes relacionales. La dificultad la preveo en cuanto la necesidad de salir de casa, sea superior a la voluntad de mantener el foco mental en sentirnos bien, en ayudar al entorno, en colaborar desde la humildad siendo uno más. O sea, en el momento que los egos empiecen a reclamar su espacio propio.

¿Qué nos hace pensar que sabremos sostener con la misma frescura el doble del primer anuncio de confinamiento? ¿Qué día empiezan a romperse las vajillas? ¿Cuánto tardaremos en culpar al otro de nuestra impaciencia, de no poder aguantar más porque es terrible y no lo puedo soportar? Nuestra madurez –que no adultez, que la ofrece el DNI– va ser puesta a prueba estas próximas semanas. Todas las personas que hemos decidido libremente aprovechar la oportunidad enorme que nos ofrece la vida para crecer, para conocernos, vamos a seguir, día tras día, sin ninguna prisa hasta que esto acabe. Acabará cuando toque, pero sin sufrimiento ninguno. Las personas que viven su felicidad en función de las circunstancias, de las situaciones exteriores o de los demás van a sufrir mucho. Se van a echar de menos a sí mismas.

Las consecuencias pueden ser nefastas, especialmente para muchas parejas que verán lo poco que se conocen, lo poco que tienen en común, lo poco que su proyecto está afianzado… Y con el riesgo de, en vez de haber aprovechado la oportunidad para conocerse –a uno mismo y al otro–, se convierten en unos desconocidos que no han sabido disfrutar de lo que la vida les ha traído para mejorarse, que leyeron mal qué nos estaba diciendo el confinamiento.

¿Cómo superar pues este confinamiento reforzando los lazos con nuestras relaciones inmediatas?

Pues, básicamente, propongo que nos formulemos ahora mismo unes sencillas preguntas:

  1. ¿Qué nos hace pensar que nuestra manera de ver la realidad es la verdadera?
  2. ¿Qué me hace pensar que el otro es culpable?
  3. ¿Es la razón la que va a guiar mi criterio? ¿La impondré?

Darnos unas respuestas adecuadas a estas preguntas puede ayudar mucho estos próximos días de confinamiento prolongado. Te ofrezco una pista: Ni mi realidad es única, ni tiene la culpa, ni tengo razón.

 

Foto: Claudio Schwarz. Unsplash.

¿Qué pesa más: la responsabilidad o la irresponsabilidad de tu vida emocional?

responsabilidad de tu vida emocional

¿Qué pasa cuando nos responsabilizamos, auténticamente, de nuestra vida emocional? Pues, por ejemplo, que aprendemos a regular nuestras emociones, a gestionar las propias creencias y a vivir sin sentir miedo ni al ridículo ni al fracaso, tampoco al éxito y menos aún al “qué dirán”. La responsabilidad de tu vida emocional te permite vivir ya admitiendo los errores sin culpa. También darnos cuenta que estamos en constante aprendizaje y que nos comprometemos con el propósito de continuar observándonos porque no tenemos ningún otro objetivo de llegar a ninguna parte más que donde estamos ahora: en el presente.

Nos aleja de la venganza cuando nos sentimos heridos y nos acerca a perdonarnos y a comprender a los otros, sin juzgarlos. Porque en la responsabilidad no hay juicio. Desde que tomamos el timón de nuestra vida emocional aprendemos que cuando hacemos daño a otro, también nos herimos a nosotros; que pueden no gustarnos comportamientos de los otros, pero que no son terribles. Los otros hacen y nosotros decidimos si nos afectan o no. Porque…

Todos siempre hacemos lo mejor que podemos en cada momento.

La libertad emocional no es posible sin responsabilidad personal, sin compromiso con un mismo. Responsabilizarnos, serenamente, de nuestra vida emocional nos lleva cada día a protegernos de la toxicidad, a escoger a quién ofrecemos energía y a entender que no todo el mundo quiere ser ayudado. También que hay gente que no quiere conocerse a sí misma y, por lo tanto, aceptar a todo el mundo allá donde están y a decidir dónde nos posicionamos, voluntariamente.

Cuando el ego tensa fuerte, es cuando sentimos más que tenemos las riendas de nuestra vida, que somos quienes gobernamos aquello que es nuestro. Cuando tomamos conciencia que queremos influir positivamente en nuestra vida nos damos cuenta que todo se hace más fácil y más ligero, que las dificultades son todas superables.

Uno de los muchos beneficios de madurar es el compromiso que uno toma consigo mismo porque no hay que hacer nada ya con sacrificio o esfuerzo. Nos decimos: “Me quiero bastante para hacerlo todo a gusto… O no hacerlo y no sentir culpa”.

Hay que aceptar que la felicidad es nuestra responsabilidad, de nadie más ni de ninguna circunstancia. Esto supone vivir con mucha paz interior.

Liderar nuestra vida nos conduce a la libertad emocional, desde la cual nunca más dejaremos el camino de descubrirnos, de comprendernos, de compadecernos y de empatizar con un mismo y con los otros.
¿Te apuntas a la lista de líderes de su vida?

 

Foto: John Canelis. Unsplash.

¿Podemos cambiar el mercado? ¿Podemos cambiar al cliente?

¿Qué queda pues por cambiar? El valor más importante: ¡A nosotros mismos, claro!

No podemos quedarnos esperando que las situaciones cambien, no lo van hacer por sí solas. Lo harán en la medida que seamos capaces de influir en nuestra propia vida, en nuestro día a día.

Hay quien espera constantemente que todo fluya, sin su propia influencia, como esperando una intervención divina. La realidad es la que es y nosotros podemos trabajar a favor nuestro o en contra, en función de dónde nos posicionemos ante esa realidad.

El mundo comercial a menudo queda a merced de las casuísticas pues la capacidad de toma de decisiones sostenidas es poca. Hay quien le pide al universo que vuelvan otros tiempos, aquellos en que la venta era bajo demanda. Hay quien le pide al cliente que sea “bueno” y nos compre a nosotros, por ser nosotros, no porque nos ganemos su confianza. Y pocos, desgraciadamente, buscan en sí mismos las respuestas que no pueden ofrecer ni el mercado, ni los clientes ya que está en nuestro poder el hecho de cambiar.

Buscar las respuestas fuera de nosotros es vivir en constante sufrimiento por creencias limitantes, por la dificultad enorme que tenemos de responsabilizarnos de nuestra vida, por la dificultad que tenemos de asumir la capacidad enorme de influencia que tenemos en nosotros mismos. En ocasiones imparto una ponencia que empieza preguntando cómo los motivamos (a los mercados, a los clientes) y acaba preguntando cómo nos automotivamos, ¿qué nos estamos diciendo?

A los comerciales les dotamos de la mejor tecnología disponible, del mejor hardware que podemos adquirir… Pero nos hemos preguntado de verdad ¿cuál es el valor más importante en nuestro equipo comercial? Sin duda, el potencial de los comerciales, a menudo oculto para ellos mismos bajo capas de culpas, miedos y baja autoestima.

Comparto con cada vez más directivos la necesidad de dotar a nuestros comerciales del valor más importante: Ellos mismos. Acompañarlos a conocerse, a descubrirse para que todos ellos cambien esas limitaciones fruto de la interpretación realizada, hasta ahora, de la realidad y que, insistentemente, hemos ido forjando unas creencias que nos perjudican seriamente, que dificultan nuestra eficiencia y por tanto nos impiden crecer en ventas.

La Inteligencia Emocional es la gran herramienta para el cambio de creencias. Las exigencias son igual a la ineficiencia. En cambio, las preferencias son igual a preferencias.

La presión hunde, bloquea. La tensión y automotivación generan crecimiento personal y profesional.

Cuando un comercial tiene integrado en sus creencias, exigencias como: “tengo que vender ya”, “si no vendo, no valgo” y otras muchas que le generan emociones de culpa y miedo, no puede producir. Sólo venderá lo que le compren, no tiene capacidad de convencimiento.

En las ventas hay una importante dosis de aritmética: A más visitas, más oportunidades. El caso es que a esas oportunidades lleguemos con la misma frescura, con la misma eficacia. Si por el camino las creencias de exigencia que tenemos nos hunden, cuando llega la oportunidad la perdemos por ineficiencia, por no gestionar las emociones y permitir que llegue el desánimo a nuestra oportunidad. ¡Tomemos conciencia de ello!

Interés, necesidad y el deseo desbordado que todo lo transforma

En nuestra cultura se perciben negativamente las personas “interesadas”. Las catalogamos de egoístas, personas que exclusivamente quieren su propio beneficio. En cambio, percibimos mejor las personas “necesitadas” puesto que las etiquetamos de dependientes; por lo tanto, de proclives a ser condescendientemente ayudadas porque decimos que nos hacen pena.

De interesados y necesidades lo somos todos. No hay que catalogar ni etiquetar. Menos aún despreciar por tener interés o necesidad, cualidades inherentes al ser humano que, al poner emoción, transformamos en deseo. El interés y la necesidad son motores de motivaciones y propósitos que hacen que el mundo funcione, que hacen que el ser humano no quede parado y que evolucione en todos los ámbitos.

Lo que criticamos es el comportamiento teñido por el deseo imperativo. Tanto el interés natural como la necesidad los dotamos de la exigencia de que esté en el momento, que sea nuestro al precio que sea o de que cumplamos el deseo por encima de cualquier interés o necesidad de otro. Es el ego en estado puro.

Nos damos cuenta si unas cualidades fundamentales para el crecimiento humano han pasado a ser ya herramientas de nuestra personalidad y nos alejamos de la esencia en la que sería deseable se mantuviera, observando si los comportamientos son avariciosos, victimistas o manipulativos. Cuando las personas deciden que su interés o necesidad, sin filtros ni ponderaciones, pasan a ser prioritarios e imperativos para ellos, sus comportamientos necesariamente se vuelven egoístas.

También llenos de intencionalidad de poder y control sobre personas, cosas o situaciones. Han trasladado una realidad natural al mundo de la mente, al alcance de la personalidad que le reclamará la urgencia y la obligatoriedad que aquel deseo sea cumplido, sea conseguido para llenar la vanidad, el orgullo o las carencias emocionales propias de la baja autoestima.

Cuando nos dejamos llevar por los intensos deseos del ego, que transforma necesidades básicas en imperiosas o intereses elementales en imprescindibles, pasamos a un estadio de profundo malestar porque ya no queremos ser, queremos tener. Es como perseguir una zanahoria ante la nariz, que no llegamos nunca a comernos.

Es fácil que el deseo nos lleve al egoísmo, la emoción mal gestionada nos lleva a sentirnos aquello que precisamente no queremos ser: los súbditos de nuestra personalidad que demanda poder y control.

Afrontar y confrontar, dos actitudes para crecer

Afrontar los otros y confrontarnos a nosotros mismos son dos actitudes para crecer como personas. Cuando aceptamos la propia realidad y nos aceptamos sin máscara, sin huir de nosotros, estamos creciendo como seres humanos.

Confrontar quiere decir cuestionarnos, posar en entredicho nuestras creencias y maneras de hacer. Dudar de nuestras razones. Si nos confrontamos y nos preguntamos a nosotros mismos qué creencias tenemos, estamos sembrando las semillas del autoconocimiento, estamos mejorando nuestro nivel de conciencia y responsabilizándonos de la propia felicidad; en definitiva, de la propia vida.

Confrontarnos siempre ayuda a subir la autoestima porque es un trabajo en nosotros, sin testigos. Por lo tanto, aprendemos a admitir que nuestra razón, como todas, es unilateral y que estamos condicionados por nuestras creencias, fruto de nuestra interpretación de lo que hemos vivido y de qué herramientas hemos tenido a nuestro alcance.

Si nos decidimos a confrontarnos –que quiere decir preguntarnos si es nuestra personalidad (la máscara) o bien nuestra esencia (lo que somos) quién gobierna nuestras emociones–, en nuestra vida acontecerá fácilmente la posibilidad de solucionar los conflictos con los otros con toda naturalidad ya que primero hemos sido capaces de resolverlos con nosotros.

Nos habremos acostumbrado a mirarnos al espejo, no a esquivarnos. Nos habremos acostumbrado a responsabilizarnos y no a culpar los otros. Y, por lo tanto, no tendremos miedos ni nos hará falta la aprobación de los otros. Viviremos con libertad emocional.

Y así dejaremos de sufrir por el juicio de los otros, porque en la confrontación, ya hay un alto grado de humildad, de admitir que no van bien algunas cosas, que no nos gestionamos del todo bien ni nosotros, ni los otros, ni tampoco algunas de las situaciones que se van creando a lo largo del tiempo.

La manera de aprender no es preguntarnos el porqué de un hecho o de otro, el motivo por el cual una emoción u otra me hace sufrir o no hemos sabido conciliar. Responder los porqués nos abre las puertas a más preguntas ya que que los porqués son infinitos.

La pregunta que nos tendríamos que hacer es el cómo, por ejemplo:

• ¿Cómo he hecho que se ha dado esta circunstancia?
• ¿Cómo he pensado para llegar a este estado de sufrimiento?
• ¿Cómo lo he dicho que el otro lo ha interpretado diferente de lo que yo sentía?
• ¿Cómo puedo hacerlo mejor la próxima vez?

Al final, confrontar es ponerse frente a frente con un mismo, herramienta imprescindible para crecer, para ser libres emocionalmente y, sobre todo, para no engañarnos más a nosotros mismos. También para reconocer la máscara de la personalidad que, hasta que no la identifiquemos y evolucionamos, nos está gobernando nuestras creencias y comportamientos.

Los celos, una clara declaración de inseguridad

Cuando sentimos celos es porque pensamos que no tenemos el control sobre lo que hace, ha hecho o hará otra persona. La inseguridad que esto nos genera es tan grande que la emoción que producen los celos nos trastorna profundamente, nos boicotea la vida con pensamientos perturbadores constantes. No nos deja vivir en paz.

Los pensamientos que nos vienen a la cabeza sonexigencias de aquello que tendría que hacer o que tendría que pasar o cómo tendría que ser la conducta de otro para sentirnos nosotros seguros, sin miedo.

Los celos son propios de personas que sufren de una baja autoestima y normalmente están más extendidos en historias de amor románticas y monógamas.
No nos amamos lo suficiente para decidir:
Confiar en nosotros mismos porque nos sentimos seguros fruto de nuestro propio equilibrio emocional.
Amarnos bastante y dejar correr una relación, cuando el comportamiento del otro no es merecedor de nuestra confianza.

Todo esto en cuanto al presente.

Si miramos el pasado, la neura es más grande. Los celos nos hacen pensar que el otro no tendría que haber tenido una relación que sí que ha tenido. O sentimos celos cuando pensamos que ha disfrutado físicamente o sexualmente con otra persona que no somos nosotros, como si la persona no tuviera derecho a tener otra relación anterior y haber hecho lo que ha querido con su cuerpo.

Y si miramos el futuro, la inseguridad manifiesta es ya enorme: Sufrir por unos celos que no se han producido ni tiene porque pasar puesto que el futuro no ha llegado.

Los celos son terriblemente perjudiciales dentro de una pareja, pero también en las relaciones en general. Son comportamientos emocionales no gestionados que llevan a sufrir y hacer sufrir los otros. Pretenden el control y esclavitud del otro y dificultan seriamente la continuidad de la relación.

Si sientes celos, te podrías preguntar por ejemplo:
• ¿Qué me hace pensar que tengo el derecho sobre otra persona a que actúe como yo necesito para sentirme yo en paz?
• ¿Qué me hace pensar que el otro soportará mi control y me dará su atención en exclusividad a mí?
• ¿Es mi propia inseguridad que la proyecto en el otro?

Hay quién alega que si siente celos es porque ama, que esto demuestra que no le es indiferente… ¡Qué locura!

Los celos son un complejo de inferioridad que, al no ser capaz de sentirse seguro por sí mismo, busca la atención del otro con comportamientos manipulativos, con conductas ególatras porque tienen miedo a perder algo que sienten como suyo. La persona celosa se siente profundamente vulnerable, percibe que se le escabulle algo de su propiedad y obra con voluntad de control ejerciendo mecanismos de autoridad y vigilancia desaforada.

Estas medidas que toma la persona celosa se perciben en el otro como de desconfianza, de agresividad y de humillación. Esto dificulta mucho la relación.

La paradoja es que la persona que siente celos se instala en el control del otro y, en cambio, consigue el máximo descontrol puesto que nadie puede aceptar relaciones con esta emoción tan potente por el medio porque está vulnerando constantemente los derechos del otro.

Todos hemos sentido celos en algún momento de la vida.

Si estás en este estado estaría bien que identifiques qué es lo que hay en ti que no te ofrece suficiente seguridad emocional y qué hace que te sientas amenazado. Te ayudará ponerte en la piel del otro y ver como tu conducta tampoco te gustaría que fuera sobre ti. Al fin y al cabo, lo mejor es responsabilizarse de la situación y no culparse sobre cómo se puede salir del bucle de los celos. También te recomiendo hablar y buscar ayuda ya que de los celos no es fácil salir uno solo.

La expectativa, el preámbulo de la decepción

La expectativa es la trampa que planta el ego para sufrir decepción. El dolor emocional es opcional. Es decir, a pesar de sentir profunda decepción puedo elegir cómo sentirme: si culpar a otro o a mí mismo o bien si seguir manteniendo la expectativa o retirándola.

Te libero, me libero. Así se sale de la expectativa que hemos puesto en otro y que tiene que ver con nuestra necesidad neurótica de control sobre alguien.

Nos decepcionamos cuando otros no cumplen nuestras expectativas. Pero es que son las nuestras y no, las de ellos. Cada uno, si así lo quiere, puede cumplir sus propias expectativas. Pero eso de asignarles a otros nuestras expectativas con excusas tan banales como “es por su bien”, “si hiciese lo que le digo, sería mejor” o “con lo fácil que se lo pongo”, solo lleva a esperar, inútilmente, que otro cumpla con nuestro deseo, sin tener en cuenta que no es el deseo del otro. Estas y otras muchas argucias de nuestro ego actúan como detonantes de profundas decepciones.

Solo somos responsables de nuestro comportamiento, de ningún otro. Y, además, debemos procurar no interferir en el crecimiento de los demás, pretendiendo que otros cumplan con nuestras frustraciones o carencias, dirigiendo sus comportamientos. El caso es que nos cuesta mucho reconocer las expectativas que nosotros ponemos en otros porque las proyectamos con tanta ingenuidad como imperativamente.

¿Qué es una expectativa pues?

Es aquello que esperamos de los demás, de una manera unilateral, tanto si se las comunicamos como si no lo hacemos. Hay quien le dice a sus hijos constantemente qué espera de ellos, cuál es su expectativa a cambio de ser aprobado y querido. Y esa manifiesta expectativa, normalmente, es como una culpa que arrastra el hijo que no se atreve a defraudar. El peso es insoportable.

Y hay quien no comunica su expectativa sobre su hijo/a, pero el deseo que se cumpla gobierna todas las interacciones. Se vive desde el parámetro de que un hijo o hija debe cumplir con la ilusión, con la frustración de algunos de los padres, o de ambos. Qué manera de cortarles las alas, de condicionarles injustamente y de mantenerles en vilo constantemente por el miedo que sienten a defraudar a esos padres que no escuchan, solo hablan.

Poner expectativas en otros es como otorgarnos el papel de salvador de alguien, porque la coletilla de la expectativa es siempre: es por su beneficio o interés. Cuando, claramente, es sólo nuestro. Nadie necesita salvadores. Quién necesita ayuda u otra opinión ya la pide. Tratar a los demás con respeto, de tú a tú, aceptando a todo el mundo como es, es una forma sana de permitir a todo el mundo hacer con su vida lo que crea oportuno, sin imposiciones ya que es su vida.

Una expectativa es una mala pasada que le hacemos a la relación, le cargamos con una mochila solo necesaria para nosotros, y lo hacemos injustamente. Esta relación no durará con el tiempo o se deteriorará irreversiblemente porque no es sana, está condenada al fracaso por responsabilidad nuestra porque un día decidimos que otra persona debía llenar nuestros vacíos.

Mejor nos responsabilizamos de aquello que está en nuestros manos. Si queremos algo de alguien, le pedimos su opinión. Si acaso, le motivamos pero siempre sin condicionantes a cumplir, sin objetivos nuestros y entendiendo que no son los demás quienes deben cumplir nuestros sueños. Somos cada uno de nosotros. 

 

Foto: Mag Pole. Unsplash.

Donantes y receptores de energía

Hay personas que somos, claramente, donantes de energía: Ofrecemos a los demás entusiasmo, una sonrisa… Desde la sincera empatía, compartimos la actitud adecuada que se necesita para tirar hacia delante en todo momento.

Esta oferta es fruto de la generosidad. También porque sabemos que, bien por experiencia o por intuición, no nos quedamos nunca sin energía aunque se la ofrezcamos a los demás. En los casos que dejamos de ofrecerla no es por miedo a quedarnos sin, es porque la relación ya nos ha fatigado. Hemos ofrecido nuestra energía con el fin de que el otro se supere y lo que ocurre es que se acostumbra a no usar la suya, sino la nuestra. En estos casos, debemos retirarnos. Porque con nuestro comportamiento estamos impidiendo que el otro crezca, que use su propia energía.

Todos tenemos la misma. La diferencia está en si la usamos o no.

Todo esto de la energía me recuerda a las dinamos antiguas de las bicicletas (no sé si aún actuales) en que la fricción producida entre la dinamo y la rueda de la bicicleta proveía de luz el foco delantero de una manera constante, sin pérdida en ningún momento. De la misma forma sucede en nosotros: la energía que ofrecemos a los demás se multiplica también para nosotros; la que permitimos que se nos lleven, nos agota.

No importa ofrecer parte de nuestra energía a otros, pero como todo en la vida, ha de tener unos límites. Son necesarios pactos para evitar que los receptores se acostumbren a no fabricar su propia de energía. Piensa que los receptores de energía, en su diálogo interno, se dicen que no disponen de su dinamo, porque ya te tienen a ti.

Tener una energía ajena, que se puede interpretar como una atención personalizada o estima privilegiada, es fuente de muchas decepciones, de muchos malentendidos que se proyectarán en la relación y que, con el paso del tiempo, pueden generar inestabilidad o acabar con ella. Si damos energía, debemos ser prudentes y también responsables de no generar dependencia de nuestra generosidad.

Por un lado hay quién te percibe (tu comportamiento tiene que procurar evitarlo) como un “salvador energético”, como un proveedor. Por lo tanto, su estrategia irá dirigida a obtener tu atención y explicarte sus problemas. Normalmente, sin ningún interés por los tuyos. En este caso, la demanda energética es muy egoísta en su conducta.

Y, por otro lado, los donantes se irán cansando de la poca reciprocidad que tienen estas relaciones. Y, a pesar de dar alguna nueva oportunidad, finalmente dejarán la relación por el sobrepeso que supone y por la fatiga mental y emocional que representa hacerse cargo de la energía de otro continuamente. Es un peso difícil de llevar aún sin juicio ni culpa.

La solución:

Debemos procurar que haya equilibrio entre las balanzas emocionales. Los donantes debemos responsabilizarnos de aquello que ofrecemos y en qué medida. Los receptores, en cambio, de no desequilibrar, con su demanda, la balanza emocional.

Es un juego de tendencias. El demandante necesita cada vez más energía, justo lo contrario que espera el donante, que lo que pretende es ayudar con su energía a levantar un vuelo, no a nutrir un viaje completo. Es aquí donde yace el conflicto.

Por lo tanto, es necesario que se acuerden los límites al inicio de una relación entre donantes y demandantes de energía. Con más responsabilidad por parte del donante, que es quien tiene menos necesidad de estas relaciones.

Los receptores deberán darse cuenta que esta energía gratuita no es eterna, es temporal. Por lo tanto, deben demandar con prudencia. Si no lo hacen, estas relaciones acaban por sucumbir y perderán aquello que tanto aprecian por no haber hecho un bueno uso de sus demandas, llevados por las necesidades exageradamente neurotizadas.

De hecho, no es sólo a personas, que los demandantes solicitan. Es también a la vida, al universo y a las circunstancias que viven en cada momento, porque no tienen conciencia de tener su propia dinamo.

Hay ahí un posicionamiento pasivo (que alguien me dé) y obvia la responsabilidad de sostenerse energéticamente por sí mismo. La comunicación que se emite en las demandas que están en desequilibrio, normalmente, tiene conductas manipulativas, indirectas.

Debemos mirar las relaciones como si fuesen vasos comunicantes. Mientras ambos vasos disponen de volúmenes parecidos de energía, se pueden comunicar, fluyen y se retroalimentan. En cambio, cuando un vaso pierde su energía se vuelve demandante. Esta demanda deberá ir acompañada de energía propia y de una actitud de recuperación. Si no se hace así, la relación quedará descompensada y más tarde o más temprano se perderá.

Es un hecho incuestionable que cuando ofrecemos a los demás nuestra energía constantemente les estamos haciendo un flaco favor. Aún cuando algunos tipos de personalidad más manipuladoras lo usan como una herramienta de chantaje emocional para seguir alimentando su narcisismo, creando una relación cautiva.

Por lo tanto, debemos ser responsables de la energía que ofrecemos y de la que recibimos. No hay relaciones sanas sin equilibrio emocional y energético. Los pesos iguales o similares crean relaciones de crecimiento mutuo, las desequilibradas no.

 

Foto: Riccardo Annandale. Unsplash.