En diciembre de 1958, cuando nací, mis padres sufrieron mucho. No solamente nací asmático, sino que lo hice con una curiosa y definida polidactilia en mi mano derecha, precisamente, siendo diestro como soy. Mis padres consultaron con todas las personas con las que tenían confianza para buscar una respuesta a esta situación.

Por un lado, en momento tan prematuro, no sabían si me producía dolor mi pulgar derecho, tampoco si me impediría desarrollarme con naturalidad. Y, por el otro, su dolor, su culpa –especialmente, de mi madre– de sentirse mal por haber dado vida a un ser “diferente”.

El caso es que, me explicaron años después, tras darse cuenta de que no había queja alguna de mi parte, supieron que yo no sentía dolor alguno y fueron constatando que no me impedía ningún tipo de actividad. Quedaba, pues, la decisión estética que la relacionaron, muy acertadamente, con la posibilidad de sufrir algún complejo que marcase mi infancia y, por lo tanto, mi vida pudiese ser alterada por el trauma que supone una diferenciación física.

El caso es que decidieron no intervenir a no ser que yo adquiriera complejo por la enorme visibilidad que tiene mi diferencia física. En aquellos años la cirugía estética estaba muy lejos de la actual y tomaron conciencia del riesgo que suponía que una operación no exitosa pudiese, entonces sí, impedir mi desarrollo funcional con normalidad.

Siempre interpreté mi polidactilia como una oportunidad: de destacar, de ser querido, incluso, de llamar la atención. Jamás proyecté pena sino, al contrario, compartía en la escuela y en cualquier ámbito mi diferenciación.

De niño y joven me apodaron “el 6 dedos” y yo siempre que tenía oportunidad chasqueaba con alegría ambos manos para acabar mostrando mi mano derecha a modo de distinción. De adulto, siendo comercial, aprendí pronto a sacarle rédito.

Al ser la mano diestra la que ofrezco en los apretones de manos, queda en la parte superior siempre del encaje, por lo tanto, me era fácil hacerle ver a mi interlocutor mi diferenciación, diciendo algo así como: “Se habrá dado cuenta de que tengo un dedo más”, entonces chasqueaba mi curioso pulgar y le hacía ver que seguro no conocía a nadie más con esta característica, siendo el resultado siempre la sorpresa de quién había compartido el apretón de manos y la consecuente alusión a mi diferenciación que hacía para el más atractiva nuestra relación. ¡Así no iba a olvidarme fácilmente!

En mis relaciones personales, especialmente de adolescente, huelga decir el uso, incluso abusivo, que hice de mi polidactilia. ¡Mejor no entrar en detalles! 😉

Mis creencias siempre fueron alrededor de esta: “Tengo un rasgo físico que me diferencia, ¡qué bien!» La pregunta es: ¿Hubiese podido marcarme de por vida esta característica?

Es evidente que sí, que de no ser por mi optimismo y mi manera vital de ver la vida –que continúa siendo así–hubiese podido entrar en bucles de victimismo y sufrimiento, culpando a mis padres y a la vida de esta situación. No ha sido nunca así, hoy con 62 años podría fácilmente someterme a una intervención y en pocos días que mi mano derecha se asemejase profundamente a mi mano izquierda y jamás he tomado esa decisión ni la tomaré. Mi polidactilia forma parte de mí, mi creencia sigue siendo la misma, no hay motivo para cambiarla, he sido siempre feliz con ella, ha sido una enorme oportunidad. ¡¡Gracias naturaleza!!

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