Aprendemos a mentir, porque de niños vemos que los adultos lo hacen y no hay consecuencias para ellos, quedan impunes, nadie castiga a los adultos que mienten. Por lo tanto, a esas edades tempranas, se aprende que se puede tomar la mentira como herramienta para ofrecer una mejor imagen de uno mismo y hacerlo sin consecuencias.

La mentira es una conducta adaptativa. Quien miente con frecuencia lo hace buscando la estima de los demás, su aprobación. En definitiva, quedar mejor de lo que se es. Cuando alguien miente, emite un juicio de valor sobre sus propios actos y desde la baja autoestima, desde el no gustarse, desde el no sentirse bien con uno mismo, como si quisiera ser de otra manera.

Cada mentira aplaza la decisión de empezar a ser quien le gustaría ser.

La mentira es una táctica a corto plazo para sobrevivir emocionalmente, para ganar aprobación, para no defraudar, siendo fraudulento y aplazando las consecuencias que irán aumentando a medida que pasa el tiempo mintiendo. Se está sembrando el autoengaño.

La mentira no acepta la realidad, la desfigura. Porque los diagnósticos sobre uno mismo son juicios severos, falsos y desviados del ser humano que ya se es. Quien miente a menudo hace que cada vez más se aleje lo imaginario de la realidad.

Mentira, engaño y autoengaño tienen en común que la realidad se percibe como no aceptable.

La mentira es compulsiva, es ingenua, es sólo adaptación al momento, un hábito defensivo que pretende adaptarse al entorno. Esa compulsión es la que hace que cuando a un mentiroso le dices que está mintiendo se pone a la defensiva agresivamente, siente que no puede admitir la mentira, porque caería en pedazos su ilusoria imagen de sí mismo, percibe un ataque a su personaje, de quien cree que pende su esencia, su verdadero valor.

En cambio, el engaño ya es un paso más. Se trata de la mentira con estrategia, con interés percibido como no demasiado confesable por su autor. Aplaza la consecuencia de encontrarse con uno mismo intencionadamente.

El engaño busca premeditadamente vencer con trampas, con malas artes. No tiene argumentos sanos quien engaña. El engaño es la decisión de mentir en el momento que quiere, de la forma pensada y sobre lo que interesa conseguir.

La intolerancia que sentimos hacia la mentira y el engaño es fruto de la interpretación de su intencionalidad. A más intencionalidad, menos tolerancia.

En ambos casos, ni en la mentira como hábito, ni en el engaño como táctica para superar a los demás, la felicidad es sostenible, en ninguno de los dos. Y entonces, llega el autoengaño: cuando uno ha mentido tanto que se crees sus propias mentiras. En este estadio cuesta incluso detectar las mentiras o engaños, pues quien se autoengaña se ha convencido de otra realidad que ha creado para sí mismo y aquí no hay remordimiento ni vergüenza. Solo alejamiento. Es la gran evasión de uno mismo.

En el autoengaño se ha perdido el rumbo.

Sin nivel alguno de conciencia, se vive en un mundo de fantasía y en constante huída hacia adelante sin encontrarse. No coinciden nunca la realidad con la percepción de uno mismo. Por lo tanto, se deterioran mucho las relaciones, no se sostienen.

La sinceridad es el antídoto. La llave es el no-juicio y la sana autoestima basada en lo que somos, no en lo que interpretamos que los demás esperan de nosotros y la necesidad neurótica que tenemos de agradarles. Porque en nuestro juicio injustamente nos hemos dicho que no nos gustamos, que deberíamos ser mejores.

Es bueno que tomemos conciencia de enseñar a nuestros menores las desventajas enormes de mentir o engañar. Les enseñaremos a aceptarse por lo que son, a posponer las recompensas y a frustrarse. A aceptar que la realidad no es siempre como uno quiere pero que eso no justifica mentir, ni mentirse. Les enseñaremos a tener interés por las consecuencias de sus actos.

 

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