El odio, en contra de lo que piensa el que lo siente, va en contra de uno mismo. Es un virus emocional que está en nosotros y que ingenuamente proyectamos en los demás, pero no les alcanza.

Nos corroe por dentro cuando decidimos culpar a otros –que no tienen ninguna responsabilidad– de lo que no está resuelto en nosotros mismos. Queremos que paguen sus errores y ofensas y no nos damos cuenta que, odiando, pagamos un alto precio por el deseo de destrucción y dolor hacia el otro.

El odio clama venganza y esta se vuelve contra uno mismo. Es como tomar veneno y esperar que sea otro el que muera… El odio es autodestructivo.

Tras el resentimiento y el odio se esconden grandes dosis de culpabilidad, de envidia o de celos. Por lo tanto, de vulnerabilidades no reconocidas, de mejoras pendientes de autoconocimiento. Se odia a quien se admira y a quien se desprecia. También, a quien se quiere y a quien se teme.

Te odio y me odio porque no me quieres. Del amor al odio hay sólo un paso, pero hay muchos más pasos, más resistencias del odio al amor.

Siempre estamos en un bucle, siempre intentamos en vano que nos pida perdón y los otros se humillen porque merecen ser castigados. !Qué locura! Somos nuestros verdugos inconscientes.

Hay algunos que reconocer que sienten odio, les produce vergüenza o, incluso, miedo de sí mismos. Otros, viven siempre odiando, odiándose. El odio se transmite de generación en generación porque sí y esto acaba provocando odios que no se discuten, que no se cuestionan. Odiar se convierte en una manera de supervivencia, cuando la realidad es que se trata de la muerte en vida. ¡No vale la pena odiar!

Odiar es el ego en su estado máximo, es no conocernos, es no aceptarnos. Odiando lo que manifestamos es el deseo de destrucción, de sufrimiento y control ajeno. Es un bucle de profundo sentimiento, de emociones de asco, desprecio y repulsa, que hará sufrir inmensamente a todo el que lo vive.

Revisemos si sentimos eso:

Cuando queremos atacar a otro en su esencia, deseamos la oportunidad de rechazarlo profundamente y mantenemos un rencor sostenido, estamos en el pozo. Es un juicio que emitimos sobre otro, queremos tener razón, toda la razón y desde el victimismo, odiamos. Lo odiamos por el mero hecho de existir, le declaramos culpable de estar vivo, necesitamos castigarlo porque no tenemos otras herramientas emocionales y porque vivimos pegados a nuestro ego. Hemos interpretado un acto suyo como imperdonable. Nos decimos que debe ser destruido, que no puede salir impune. Nos convertimos en juez y parte. Nos creemos con derecho a controlar la vida de otro, con poder sobre él.

El odio, en realidad, es muy ingenuo. Es un tóxico profundamente infantil, inmaduro. Todo ese daño que proyecta en el otro, el cual ni se entera, recae en uno mismo. Es lanzar un escupitajo al aire y que se encastre en nuestra propia cara.

Las consecuencias para uno mismo pueden ser penosamente largas y duras, de alta dificultad de superación. Una mochila emocional de peso insostenible. Por cierto, incompatible con la felicidad. Quien odia está inmerso en odio. No hay más. Solo odio.

Esto acaba provocando que haya quien envejece anticipadamente, se les ve, se nota en su comportamiento, en su manera de interactuar con el mundo. ¡Qué pena malbaratar una vida por no ser capaces de resolver un conflicto con uno mismo!

Ofrecemos a los demás nuestro contenido, de lo que están llenas nuestras mochilas, nuestro depósito. ¿Qué tienes dentro?

Perdonar y olvidar y si no podemos olvidar, al menos aprender a soltar. Porque si no lo hacemos, vamos con una bala en la recámara, que antes o después se disparará y nos llevará de nuevo al pozo, al sufrimiento.

No hay nada que odiar solo hay que entender y, especialmente, entendernos.

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