Saber cómo gestionar las emociones de forma eficaz para tu bienestar te ayudará en tu camino hacia el equilibrio emocional.
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Todos tenemos intuición. Nacemos teniendo esta habilidad que nos permite conocer y percibir la vida de forma inmediata, sin la intervención de la razón. Al crecer hay personas más capaces de desarrollarla y otros, en cambio, la ignoran, dejándose llevar solo por la razón y lo conocido mentalmente.
Todos en algún momento de nuestras vidas hemos experimentado instantes de intuición. En general, los rechazamos por no tener lógica y dudamos que tengan algún fundamento, porque nos han educado orientándonos hacia la razón, la explicación y el conocimiento. Creemos que necesitamos entender, que entender nos da seguridad al actuar, que necesitamos entender para conquistarnos a nosotros mismos. Y esto, en el fondo, es una simple creencia.
La intuición la reinterpretamos como una revelación. En cambio, no sabemos que nos permite reconocer, aprender y experimentar la verdad. También está vinculada a reacciones y sensaciones, más que a pensamientos elaborados y abstractos. No es una iluminación divina, sino una habilidad que nos ayuda a tomar una decisión. Es ella quien, en un instante, nos permite valorar si una persona es de fiar o no.
La intuición va más allá de la razón, sin oponerse a ella.
Nos acerca a la creatividad, la cooperación y nos conduce más allá de lo que pensamos. Aunque no la comprendamos del todo, está para guiarnos en el difícil arte de transitar por la vida. La intuición se siente más que se piensa. Nos suele enviar mensajes a veces un poco complejos como sensaciones, formas o palabras que no entendemos.
¡Demos libertad a nuestra mente y escuchemos nuestras emociones!
Entender qué sentimos en nuestro mundo interior ayuda a sentir calma y equilibrio. Desarrollar la atención y practicar el silencio, permitirán desarrollar la intuición.
¿Podemos garantizar entonces que si seguimos nuestra intuición tomaremos las decisiones más adecuadas? Nadie lo puede garantizar. En cambio, con ella, conseguiremos actuar de acuerdo a nuestra esencia, valores, emociones y de acuerdo a nuestras experiencias previas. Este proceso se da de manera inconsciente y tiene variables que dependen de la personalidad y creencias de cada persona.
Obviamente hay factores que dificultan el desarrollo de la intuición. Por ejemplo, la indecisión, la razón, el miedo a equivocarnos y la falta de confianza. Todo esto la obstaculizan.
Se la conoce como la parte del inconsciente adaptativo. Cada cosa que sentimos aprendiendo, que interiorizamos, que experimentamos, riega una semilla que va creando nuestra esencia que usamos casi sin darnos cuenta.
Sirve también como canalizador para separar y decidir hacia el arte de descartar. La obtenemos a través de vivencias pasadas similares y esto nos permite conseguir una deducción creativa de los problemas que se nos presentan. Se manifiesta en situaciones de riesgo, en las que no tenemos margen para razonar o analizar permitiéndonos una reacción inmediata o un segundo de duda antes de emprender una acción.
Aprendemos a partir de ensayo-error.
La intuición opera sobre la empatía, permitiéndonos saber el estado anímico de una persona sin que la conozcamos, o sin que haya manifestaciones suyas. Se adquiere a través aprendizaje asociativo e imitación.
El trabajo con mis alumnos me ha ayudado a desarrollarla aprovechando mejor el potencial de la mente, resuelvo mejor las dificultades, soy más creativo, tomando mejores decisiones y me permite tener relaciones de cooperación y empatía.
Dedicado con agradecimiento a Gemma Pujol
El camino interminable entre la euforia y la desesperación
La euforia es una emoción de exaltación de la alegría, que cuando permitimos que se dispare nos conducirá, una y otra vez, a la posterior e inevitable desesperación. ¡El bucle está servido!
Cuando, teñidos de ese estado hiperemocional, inconscientemente, queremos sostener la euforia como si de algo nuevo en nosotros se tratara. No nos damos cuenta de que estamos exigiendo a nuestro cuerpo que sostenga una química impropia.
Cuando eufóricos, queremos “ser” siempre así, ahí, en ese momento, nacen nuestros futuros sufrimientos. Porque el cuerpo no puede sostener más que temporalmente, ese estado de excitación que ha producido el impacto emocional en nosotros. ¡La relación entre euforia y desesperación es directa!
Si tenemos comportamientos eufóricos estamos admitiendo, implícitamente, que tendremos, en consecuencia, estados desesperados, depresivos.
Muchos también, para salir de la depresión, se insuflan una acción de intensidad –confundiéndola con autenticidad– como para salir del aburrido letargo en que se perciben. Retan a su psique a que aquello que han creado superficialmente para salirse de sí mismos, no sea efímero. Cuando en realidad lo que denota esa creación es que con quien no saben convivir es con ellos mismos.
Hace años que, casualmente, creé una técnica de visualización que aún hoy utilizo y explico a mis alumnos. Se trata de tomar consciencia de cuando estamos entrando en euforia imaginando un globo ascendiendo al cielo –el mío es blanco– que pincho con una aguja de tal forma que cuando explota todas las partículas de alegría que contiene el globo las acojo con la boca abierta. De esta manera, toda la alegría en vez de convertir-se en un comportamiento –externo, por tanto– queda asumido dentro de mí, en forma de alegría interna.
Durante muchos años estuve haciendo, constantemente, este viaje de la euforia a la desesperación y no fue hasta mi proceso de mejora personal que puse en práctica mi nueva manera de vivir serenamente: del 4 al 7. Fácil, ¿verdad?
Me di cuenta de que si en vez de irme al 10 eufóricamente, retenía parte de esa euforia en el 7, mi mente no asociara ese 10 con el 0, si no ese 7 con el 4. ¡Y así es!
Desde entonces vivo con mucha paz interior, porque al cambiar de estrategia dejé de ser un “pelele” emocional dependiente de las circunstancias y pasé a ser el líder de mi vida emocional. Y, de esta forma, se acabaron las desesperaciones.
El día que estoy en un 4, estoy triste pero feliz. Soy muy eficiente y son días, además, que entro mucho en mí, que busco como nunca conocerme, descubrirme. Los días al 4 son días de interioridad, de encuentro conmigo mismo.
Del 4 al 7, no solamente es una manera lineal de enfocar la vida en velocidad de crucero, de plenitud sostenida, sino que, además, tiene profundidad y altura, ¡es una técnica de tres dimensiones!
Cuando la alegría es mayor, no tengo ya una conducta eufórica. Si acaso, profundizo en mi alegría interna y mi altura es la que va ascendiendo cada vez que me “deseuforizo” y vuelvo al 7. De esta forma, crece y crece mi nivel de conciencia.
Hay que vivir entre el 4 y el 7. ¿Te atreves?
Con aprecio, dedicado a Pere Ventura
La positividad ante el duelo. La magia del empeño
Albert Einstein decía “Hay una fuerza motriz más poderosa que el vapor, la electricidad y la energía atómica: La voluntad”. Y es que veía cómo de valiosa y transformadora es la fuerza de voluntad, el empeño, las ganas….
Así vi yo, por primera vez, a la abuela Lluïsa, cuando en uno de nuestros habituales paseos de fin de semana, me abordó. A sus 72 años tenía muchas preguntas a las que buscaba respuestas. Especialmente después de la muerte de su marido, hacía ya más de 2 años. Y aunque cada día estaba peor, ahí seguía caminando cada día, sin faltar uno sólo. Aunque doliese la artrosis, aunque doliese el alma.
La escuché, procuré que lo supiese, empaticé tanto como supe en ese momento, le reiteré sus dudas para que viese que la entendía y desde la perspectiva que da el respeto puse en marcha mis conocimientos, habilidades comunicativas y pasión por ayudar a los demás. Recuerdo, le pedí permiso para compartirlas con ella y le dije que creía poder darle algunas explicaciones, pero que quería asegurarme de que realmente ella las quería. Clavó el bastón en la tierra y dijo: “Sí, quiero que me diga lo que usted piensa.”. Y, claro, se lo dije.
Le dije que pensaba que no había superado aún el dolor emocional por la muerte de su marido, que pensaba que ella no entendía el porqué la vida le parecía tan injusta, que fue todo tan rápido que no tuvo tiempo, que ella pensaba aún que podía haber hecho más… También que, al bajar la guardia emocional, el cuerpo había aprovechado para manifestar su dolor en forma de diversas enfermedades.
Nos pusimos a trabajar la TREC (terapia racional emotiva conductual), que yo había aprendido –y todavía aprendo– cuando seguí y superé mi proceso de ansiedad, de la mano de Albert Ellis, y guiado por el famoso psicólogo experto en psicología cognitiva y amigo Rafael Santandreu.
Mi mayor duda era si en sólo nuestros paseos, sin más armas que los dibujos hechos en el suelo, los escritos que me preparaba en mi Iphone, mi oratoria y mi capacidad persuasiva serían suficientes para ayudarla. Siempre tengo en mente que puedo, que sé que puedo, pero esta vez el reto no era fácil. Pero no contaba yo con ella… Con su entereza y dignidad, con su compañerismo, con su complicidad y confianza plena en mí.
Durante todo el proceso que hicimos durante 13 meses, tratamos cada tema con cariño, pero insistiendo día tras día. Por la noche, la abuela Lluïsa, cuando se acostaba, recordaba todo lo que habíamos comentado, iba asumiendo los conocimientos y el cambio de paradigma, que supone aprender a aceptar incondicionalmente a sí misma, su situación y la vida, pilares básicos de la TREC.
Al final del verano, Lluïsa quiso celebrar su clara mejoría emocional junto a sus hermanos Dolores y Miguel con coca y cava en una fuente cercana. Fue un ritual de manifestación de su clara mejoría porque se reafirmó incondicionalmente al compartirlo con su familia. Así que decidí escribirle una carta y regalársela para que no olvidara el poderoso proceso que había hecho y que yo había tenido el privilegio de acompañar. Una carta que aún guarda su hermana como un tesoro de la fortaleza de su hermana Lluïsa.
Ella fue mi primer acompañamiento y con ella descubrí mi verdadero propósito: Ayudar a los demás a conseguir el bienestar emocional que tanto desean. Mi mayor respeto por quién busca ayuda cuando la necesita, porque no se engañan, ni a ellos ni a su entorno, porque facilitan la oportunidad de ser felices todos.
Foto: Sebastian Unrau. Unsplash.
El ‘feeling’, la confianza natural
¿Qué es el feeling y qué nos aporta?
El feeling lo podríamos definir como una emoción indescriptible de confianza que, sustentada en el tiempo, se convierte en sentimiento y se arraiga. A lo largo de la vida, nos damos cuenta de que con unas personas el feeling se ha dado desde el primer momento, y, en cambio, con otras no ha sido nunca. ¿Cuál es el motivo? ¿El feeling es siempre correspondido?
Esta sensación es hija de la intuición, esa cualidad tan poco conocida pero tan auténtica que tenemos los seres humanos. Está en todos nosotros, aunque con diferente potencial y desarrollo. No todos tenemos la misma intuición.
El feeling despierta en nosotros confianza, genera ilusión, empatía y fortaleza en las relaciones personales, también a las profesionales. Es como si, de golpe, caen las barreras de la desconfianza, fruto de las malas experiencias que llevamos acuestas y con las que nos acostumbramos a comparar. Es como si, por fin, encontramos en quien descansar nuestras cosas sin que el pasado nos pase factura. Es un rayo de sol perenne en nuestras vidas. ¡El feeling mueve montañas!
Además, lleva consigo comportamientos de solidaridad, de interés por otros, de motivación y de bienestar emocional. Es una esperanza argumentada que fomenta el compartir, que aporta seguridad y nos ofrece esa energía necesaria para tener paz interior.
Cuando hay feeling sabemos que no estamos solos.
Pero ¿es siempre correspondido?
Si no lo es, se convierte en la expectativa de que podríamos tener una relación de confianza con una determinada persona. Pero la realidad es que no podemos confiar porque solo nosotros lo sentimos.
El feeling es de ida y vuelta. Es un feed-back emocional muy profundo y, en general, muy duradero en el tiempo, porque la confianza genera más confianza.
Démonos cuenta cómo con las personas que tenemos feeling somos más tolerantes y, a menudo, incluso justificamos sus errores, porque así ofrecemos una vida más larga esa relación feeligniana. Protegemos la confianza con generosidad, sin exigencias y desde la preferencia somos más benevolentes.
El feeling es fuente enorme de placer y estabilidad sentimental. Es una evocación a nuestro instinto más auténtico, al de que somos seres sociales que dependen unos de otros, que viven en continua conexión energética.
La energía que fluye entre seres que sienten feeling es de una extrema sinceridad, de una ingenua y desbordante transparencia. Encontramos en el otro aquello que nos llena, aquello que nos induce a ser felices. Encontramos aquella complicidad que nos invita a estar presentes en cada encuentro, en cada pensamiento.
Cuando sentimos feeling podemos creernos afortunados, somos queridos y respetados, por nosotros y por el otro. Nos sentimos reconocidos por lo que somos, no por lo que tenemos o hacemos. El feeling reconoce nuestra grandeza por ser, sin más.
Como todo en la vida, la medida está en nosotros, si ansiamos feeling con muchas personas es que estamos en demanda de energía o de amor, el que no nos damos a nosotros mismos y que anhelamos de los demás.
Si nuestra capacidad de sentir feeling es con unas pocas personas, será de calidad y auténtico, no habrá demanda, habrá oferta de energía, que será devuelta por esa magia que producen las emociones bien gestionadas, bien llevadas.
¿Te produce feeling este post?
Dedicado con estima a Berta Gómez.
Foto: Piscilla Du Preez. Unsplash.
Las consecuencias emocionales del confinamiento
Es necesario procesar y gestionar adecuadamente las emociones sentidas y el sentido de irrealidad en el confinamiento. Una cuarentena no deja de ser una privación de libertad, un cambio radical a nuestros hábitos y costumbres y una incertidumbre personal-laboral y social importante. Es una enorme y obligada salida de la zona de confort. Estamos en una situación excepcional y vamos a otra, quizás, aún más excepcional y desconocida.
Cualquiera de nosotros puede sufrir consecuencias por el obligado confinamiento. De haber sido breve hubiese, seguramente, afectado mucho menos. Pero una cuarentena es ya “palabras mayores”, debemos tomarnos en serio esta situación y procurar comunicar y buscar ayuda si percibimos en nosotros o en alguien de nuestro entorno síntomas de estrés postraumático u otro tipo de alteraciones emocionales.
Alteraciones habituales podrían ser, por ejemplo, tener miedo de acercarse a los demás o de dar abrazos a personas que antes sí lo hacíamos. También si no nos apetece estar en espacios públicos o bien nos aislamos más socialmente o evitando lugares que haya muchas personas.
Las consecuencias son totalmente impredecibles en estos momentos, pero debemos prepararnos para una vuelta a la normalidad lenta. Deberemos darnos tiempo para asumir los cambios que irán sucediéndose fruto de la nueva situación creada.
Nos ayudará mucho integrar la máxima de que lo único constante que hay en nuestra realidad es el cambio. Porque el cambio viene, ya está aquí y nos irá bien estar preparados, alertas y flexibles para poder asumirlo en las mejores condiciones posibles.
Dotar hoy al confinamiento de sentido, hacer cosas por los demás, ayudar a quien podamos será al acabar esta situación una gran fuente de bienestar porque no tendremos la sensación de haber perdido el tiempo, de que nos han robado una parte de nuestra vida. El sentido de irrealidad lo podemos vencer dándole sentido a esta realidad en el presente.
No estamos solos, estamos todos. De esta saldremos con generosidad no con egos inflados.
Para superar la vuelta a la “normalidad” nos irá bien reconocer que debemos gestionar la nueva situación, no darla por superada sin más. También ayudará ser compasivos con uno mismo y no culparnos de las posibles dificultades que tengamos.
Preguntarnos qué hemos aprendido en este confinamiento permitirá dar sentido a las exclusiones a las que nos hemos visto obligados. Entender que los demás seguirán mayormente un proceso parecido al nuestro. Todos vamos a necesitar tiempo y herramientas para superar el vacío existencial que, en muchos casos, se producirá. Compartir con otros nuestra experiencia del confinamiento y, sobre todo, compartir cómo nos sentimos en cada momento nos ayudará enormemente a mejorar nuestro estado emocional.
Si pasadas unas pocas semanas no emergemos con naturalidad deberemos pedir ayuda profesional. No es un efecto menor el que se produce en nosotros tras un confinamiento o cuarentena.
Foto: Jorge Salvador. Unsplash.
Sin poder despedir a nuestros difuntos
Con motivo de la pandemia del coronavirus y el consecuente confinamiento, estamos perdiendo seres queridos de los cuales no tenemos oportunidad de despedirnos. Realmente, se trata de un auténtico drama que está afectando a muchas familias. Y es que ¿es necesario para nosotros despedirnos? ¿Podemos hacer un duelo sin despedida? ¿Cómo gestionamos la pérdida en esta situación tan dramática?
Todos hemos sufrido esta adversidad o conocemos a alguien que la está viviendo.
Perder a alguien por culpa del coronavirus es una experiencia dolorosa y traumática, porque de golpe no solo perdemos a un ser querido, sino que además lo hacemos sin la necesaria visión de la realidad. Es como un engaño, como un siniestro truco de magia. Desaparecen sin saber dónde está el cuerpo, como ha pasado en mi propia familia. Estuvimos 48 horas sin saber dónde descansaba el cuerpo de la difunta.
La primera fase de una pérdida de un duelo es, sin duda, la negación: nos cuesta admitir la pérdida. Confundimos nuestra necesidad emocional, con la realidad de un hecho consumado. Nos negamos a creer que es cierto aquello que tanto nos duele, nos negamos a aceptar la pérdida, por el dolor que nos supone y se incrementa por el miedo subconsciente que la pérdida también implique olvido.
Esta fase se vuelve más dolorosa en los casos de nuestros muertos por coronavirus que desaparecen de nuestras vidas de forma súbita, sin poder despedirnos, sin poder enterrarlos, sin poder hacer las paces, sin reconciliación. Lo único real es el vacío. Es una sensación de irrealidad, como si de una ficción se tratara. Hay una profunda contradicción entre lo que sentimos y aquello que el consciente nos dice.
La consecuencia de todo esto es más dolor emocional y más retraso en la gestión del duelo. Es claramente una dificultad no deseada en ningún caso. Las pérdidas por coronavirus se asemejan a las pérdidas por accidentes cuando nuestros seres queridos se van sin más, como si la vida tuviera prisa en llevárselos, como si la vida no fuera tiempo, como si la vida dejase de existir.
En muchos casos aparece un sentimiento de culpa en los familiares, que se dicen, inconscientemente, a sí mismos que deberían haber llegado a tiempo, que tendrían que estar allí. La mente les juega malas pasadas especulando sobre cuál hubiese sido la manera de despedirse, de evitar el vacío emocional que supone no tener la oportunidad de un último adiós.
¿Qué hacer pues en esta situación de pérdida súbita?
Cada duelo es único, cada uno de nosotros tiene una relación exclusiva con el difunto. Po lo tanto, aceptar que esto es así nos ayudará a no compararnos con otras personas que lo llevan de otra manera.
La tristeza que sentimos nos puede ayudar a buscar apoyo en otros familiares y amigos que mantengan serenidad ante el suceso, que no agraven nuestro dolor. Acercarse a quien está peor que nosotros no ayudará en absoluto.
Hay que darse tiempo, es un proceso. No podemos superar la situación si nos exigimos hacerlo en un tiempo concreto. No es un objetivo superar el duelo, es una experiencia para ser vivida. Volver a nuestros hábitos nos ofrece ese tiempo que necesitamos.
Es sano buscar ayuda profesional para superar este momento. Y ojo también con lo que nos decimos, que va a determinar nuestro estado emocional. Mientras, nos ayudará escribirle una carta a modo de despedida a esa persona que se ha ido o grabarle un video aunque no podamos enviárselo ya que nos lo enviaremos a nosotros mismos.
Foto: Alex Baber. Unsplash.
Interés, necesidad y el deseo desbordado que todo lo transforma
En nuestra cultura se perciben negativamente las personas “interesadas”. Las catalogamos de egoístas, personas que exclusivamente quieren su propio beneficio. En cambio, percibimos mejor las personas “necesitadas” puesto que las etiquetamos de dependientes; por lo tanto, de proclives a ser condescendientemente ayudadas porque decimos que nos hacen pena.
De interesados y necesidades lo somos todos. No hay que catalogar ni etiquetar. Menos aún despreciar por tener interés o necesidad, cualidades inherentes al ser humano que, al poner emoción, transformamos en deseo. El interés y la necesidad son motores de motivaciones y propósitos que hacen que el mundo funcione, que hacen que el ser humano no quede parado y que evolucione en todos los ámbitos.
Lo que criticamos es el comportamiento teñido por el deseo imperativo. Tanto el interés natural como la necesidad los dotamos de la exigencia de que esté en el momento, que sea nuestro al precio que sea o de que cumplamos el deseo por encima de cualquier interés o necesidad de otro. Es el ego en estado puro.
Nos damos cuenta si unas cualidades fundamentales para el crecimiento humano han pasado a ser ya herramientas de nuestra personalidad y nos alejamos de la esencia en la que sería deseable se mantuviera, observando si los comportamientos son avariciosos, victimistas o manipulativos. Cuando las personas deciden que su interés o necesidad, sin filtros ni ponderaciones, pasan a ser prioritarios e imperativos para ellos, sus comportamientos necesariamente se vuelven egoístas.
También llenos de intencionalidad de poder y control sobre personas, cosas o situaciones. Han trasladado una realidad natural al mundo de la mente, al alcance de la personalidad que le reclamará la urgencia y la obligatoriedad que aquel deseo sea cumplido, sea conseguido para llenar la vanidad, el orgullo o las carencias emocionales propias de la baja autoestima.
Cuando nos dejamos llevar por los intensos deseos del ego, que transforma necesidades básicas en imperiosas o intereses elementales en imprescindibles, pasamos a un estadio de profundo malestar porque ya no queremos ser, queremos tener. Es como perseguir una zanahoria ante la nariz, que no llegamos nunca a comernos.
Es fácil que el deseo nos lleve al egoísmo, la emoción mal gestionada nos lleva a sentirnos aquello que precisamente no queremos ser: los súbditos de nuestra personalidad que demanda poder y control.
La envidia, una declaración de inferioridad
La envidia es un continuo estado de alerta y comparación con otros. No quiere solo lo que tú tienes, directamente quiere que no lo tengas. Confiar salir bien parado de las comparaciones constantes y neuróticas es casi una utopía.
Los que sienten envidia se comparan y, al final, siempre pierden. Nunca ganan. No emiten comparación para ganar sino para afianzar su sufrimiento, para darse la razón desde su perspectiva de víctima.
Al compararse con otros, la persona envidiosa siempre se ve peor, menos feliz, con menos posibilidades y menos válida. Para compensar su sufrimiento, en los peores casos, busca excusas para paliar el profundo dolor emocional, diciéndose que los demás no la entienden porque es diferente y, sobre todo, especial.
El insufrible padecimiento emocional que provoca la envidia aleja de la realidad a las personas que la sienten continuamente. Crean un mundo de insinceridad, de imaginación alrededor de ideas desacertadas y de derechos otorgados por uno mismo y justificados diciéndose que la vida, al dotarles de tan baja autoestima, les ha tratado mal.
Piensan que la vida les debe una porque no se ven capaces de superar la carencia que sienten, porque no se aceptan, no se gustan y culpan a la vida y a los demás. Cuando lo que deberían hacer es responsabilizarse de su vida y sus cualidades optimizando sus mejores habilidades, admitiendo las mejorables y, sobre todo, mirándose en su espejo y no, en otros. A menudo el sufrimiento también les invade con pensamientos vengativos. Sueñan con un día tener el poder para humillar a todos aquellos que han rechazado sus comportamientos envidiosos.
A la persona envidiosa le cuesta mucho verse desde fuera. Son grandes conocedores de sí mismos pero sin ánimo de cambiar, sino de perpetuar su comparativa. Buscan provocar la pena en los demás porque piensan que, de esta forma, recibirán lo que les falta.
La envidia a menudo produce rechazo. No, de la persona sino de la conducta que sostiene: A esa manera de hacer tan peculiar que emite juicios constantes y hace sentirse observado por los demás.
Sin darse cuenta, las personas envidiosas agreden a los demás con la intención de rebajarles para, ni que sea por un momento, sentirse en igualdad de plano y de condiciones. Ese comportamiento agresivo dificulta las relaciones sanas ya que se percibe como un ataque a la esencia de uno mismo. Es como una lanza punzante que te clavan por un instante.
Por otro lado, la vergüenza es mirar dentro de uno mismo y no gustarse. Y, además, hacer todo lo posible para que fuera no vean lo que uno ve dentro y evitar a toda costa que no salga eso que uno mismo percibe como tan vergonzoso.
Esa vergüenza, las personas envidiosas la sienten a menudo. No se gustan y el hecho de seguir comparándose buscando un día gustarse por compararse con alguien peor, hace que se sientan muy avergonzadas. Y esta conducta, al final, perpetúa la envidia. Es un bucle.
Todo final es fruto de un inicio. La envidia a menudo lleva a lo insufrible, a un ego de altos vuelos con unas conductas difícilmente asumibles por el entorno. La envidia es superable, es sanable pero se necesita decisión, valor y coraje para enfrentarse al mundo sin decirse que se es menos, que la vida les trata con inferioridad, que los demás son mejores.
Si sientes envidia, empieza por aceptarla. Procura no querer superar a los demás y busca superarte a ti mismo. No te falta nada, solo lo has interpretado así.
Foto: Artem Beliakin. Unsplash.
El odio, virus emocional
El odio, en contra de lo que piensa el que lo siente, va en contra de uno mismo. Es un virus emocional que está en nosotros y que ingenuamente proyectamos en los demás, pero no les alcanza.
Nos corroe por dentro cuando decidimos culpar a otros –que no tienen ninguna responsabilidad– de lo que no está resuelto en nosotros mismos. Queremos que paguen sus errores y ofensas y no nos damos cuenta que, odiando, pagamos un alto precio por el deseo de destrucción y dolor hacia el otro.
El odio clama venganza y esta se vuelve contra uno mismo. Es como tomar veneno y esperar que sea otro el que muera… El odio es autodestructivo.
Tras el resentimiento y el odio se esconden grandes dosis de culpabilidad, de envidia o de celos. Por lo tanto, de vulnerabilidades no reconocidas, de mejoras pendientes de autoconocimiento. Se odia a quien se admira y a quien se desprecia. También, a quien se quiere y a quien se teme.
Te odio y me odio porque no me quieres. Del amor al odio hay sólo un paso, pero hay muchos más pasos, más resistencias del odio al amor.
Siempre estamos en un bucle, siempre intentamos en vano que nos pida perdón y los otros se humillen porque merecen ser castigados. !Qué locura! Somos nuestros verdugos inconscientes.
Hay algunos que reconocer que sienten odio, les produce vergüenza o, incluso, miedo de sí mismos. Otros, viven siempre odiando, odiándose. El odio se transmite de generación en generación porque sí y esto acaba provocando odios que no se discuten, que no se cuestionan. Odiar se convierte en una manera de supervivencia, cuando la realidad es que se trata de la muerte en vida. ¡No vale la pena odiar!
Odiar es el ego en su estado máximo, es no conocernos, es no aceptarnos. Odiando lo que manifestamos es el deseo de destrucción, de sufrimiento y control ajeno. Es un bucle de profundo sentimiento, de emociones de asco, desprecio y repulsa, que hará sufrir inmensamente a todo el que lo vive.
Revisemos si sentimos eso:
Cuando queremos atacar a otro en su esencia, deseamos la oportunidad de rechazarlo profundamente y mantenemos un rencor sostenido, estamos en el pozo. Es un juicio que emitimos sobre otro, queremos tener razón, toda la razón y desde el victimismo, odiamos. Lo odiamos por el mero hecho de existir, le declaramos culpable de estar vivo, necesitamos castigarlo porque no tenemos otras herramientas emocionales y porque vivimos pegados a nuestro ego. Hemos interpretado un acto suyo como imperdonable. Nos decimos que debe ser destruido, que no puede salir impune. Nos convertimos en juez y parte. Nos creemos con derecho a controlar la vida de otro, con poder sobre él.
El odio, en realidad, es muy ingenuo. Es un tóxico profundamente infantil, inmaduro. Todo ese daño que proyecta en el otro, el cual ni se entera, recae en uno mismo. Es lanzar un escupitajo al aire y que se encastre en nuestra propia cara.
Las consecuencias para uno mismo pueden ser penosamente largas y duras, de alta dificultad de superación. Una mochila emocional de peso insostenible. Por cierto, incompatible con la felicidad. Quien odia está inmerso en odio. No hay más. Solo odio.
Esto acaba provocando que haya quien envejece anticipadamente, se les ve, se nota en su comportamiento, en su manera de interactuar con el mundo. ¡Qué pena malbaratar una vida por no ser capaces de resolver un conflicto con uno mismo!
Ofrecemos a los demás nuestro contenido, de lo que están llenas nuestras mochilas, nuestro depósito. ¿Qué tienes dentro?
Perdonar y olvidar y si no podemos olvidar, al menos aprender a soltar. Porque si no lo hacemos, vamos con una bala en la recámara, que antes o después se disparará y nos llevará de nuevo al pozo, al sufrimiento.
No hay nada que odiar solo hay que entender y, especialmente, entendernos.