Afrontar y confrontar, dos actitudes para crecer

Afrontar los otros y confrontarnos a nosotros mismos son dos actitudes para crecer como personas. Cuando aceptamos la propia realidad y nos aceptamos sin máscara, sin huir de nosotros, estamos creciendo como seres humanos.

Confrontar quiere decir cuestionarnos, posar en entredicho nuestras creencias y maneras de hacer. Dudar de nuestras razones. Si nos confrontamos y nos preguntamos a nosotros mismos qué creencias tenemos, estamos sembrando las semillas del autoconocimiento, estamos mejorando nuestro nivel de conciencia y responsabilizándonos de la propia felicidad; en definitiva, de la propia vida.

Confrontarnos siempre ayuda a subir la autoestima porque es un trabajo en nosotros, sin testigos. Por lo tanto, aprendemos a admitir que nuestra razón, como todas, es unilateral y que estamos condicionados por nuestras creencias, fruto de nuestra interpretación de lo que hemos vivido y de qué herramientas hemos tenido a nuestro alcance.

Si nos decidimos a confrontarnos –que quiere decir preguntarnos si es nuestra personalidad (la máscara) o bien nuestra esencia (lo que somos) quién gobierna nuestras emociones–, en nuestra vida acontecerá fácilmente la posibilidad de solucionar los conflictos con los otros con toda naturalidad ya que primero hemos sido capaces de resolverlos con nosotros.

Nos habremos acostumbrado a mirarnos al espejo, no a esquivarnos. Nos habremos acostumbrado a responsabilizarnos y no a culpar los otros. Y, por lo tanto, no tendremos miedos ni nos hará falta la aprobación de los otros. Viviremos con libertad emocional.

Y así dejaremos de sufrir por el juicio de los otros, porque en la confrontación, ya hay un alto grado de humildad, de admitir que no van bien algunas cosas, que no nos gestionamos del todo bien ni nosotros, ni los otros, ni tampoco algunas de las situaciones que se van creando a lo largo del tiempo.

La manera de aprender no es preguntarnos el porqué de un hecho o de otro, el motivo por el cual una emoción u otra me hace sufrir o no hemos sabido conciliar. Responder los porqués nos abre las puertas a más preguntas ya que que los porqués son infinitos.

La pregunta que nos tendríamos que hacer es el cómo, por ejemplo:

• ¿Cómo he hecho que se ha dado esta circunstancia?
• ¿Cómo he pensado para llegar a este estado de sufrimiento?
• ¿Cómo lo he dicho que el otro lo ha interpretado diferente de lo que yo sentía?
• ¿Cómo puedo hacerlo mejor la próxima vez?

Al final, confrontar es ponerse frente a frente con un mismo, herramienta imprescindible para crecer, para ser libres emocionalmente y, sobre todo, para no engañarnos más a nosotros mismos. También para reconocer la máscara de la personalidad que, hasta que no la identifiquemos y evolucionamos, nos está gobernando nuestras creencias y comportamientos.

Los celos, una clara declaración de inseguridad

Cuando sentimos celos es porque pensamos que no tenemos el control sobre lo que hace, ha hecho o hará otra persona. La inseguridad que esto nos genera es tan grande que la emoción que producen los celos nos trastorna profundamente, nos boicotea la vida con pensamientos perturbadores constantes. No nos deja vivir en paz.

Los pensamientos que nos vienen a la cabeza sonexigencias de aquello que tendría que hacer o que tendría que pasar o cómo tendría que ser la conducta de otro para sentirnos nosotros seguros, sin miedo.

Los celos son propios de personas que sufren de una baja autoestima y normalmente están más extendidos en historias de amor románticas y monógamas.
No nos amamos lo suficiente para decidir:
Confiar en nosotros mismos porque nos sentimos seguros fruto de nuestro propio equilibrio emocional.
Amarnos bastante y dejar correr una relación, cuando el comportamiento del otro no es merecedor de nuestra confianza.

Todo esto en cuanto al presente.

Si miramos el pasado, la neura es más grande. Los celos nos hacen pensar que el otro no tendría que haber tenido una relación que sí que ha tenido. O sentimos celos cuando pensamos que ha disfrutado físicamente o sexualmente con otra persona que no somos nosotros, como si la persona no tuviera derecho a tener otra relación anterior y haber hecho lo que ha querido con su cuerpo.

Y si miramos el futuro, la inseguridad manifiesta es ya enorme: Sufrir por unos celos que no se han producido ni tiene porque pasar puesto que el futuro no ha llegado.

Los celos son terriblemente perjudiciales dentro de una pareja, pero también en las relaciones en general. Son comportamientos emocionales no gestionados que llevan a sufrir y hacer sufrir los otros. Pretenden el control y esclavitud del otro y dificultan seriamente la continuidad de la relación.

Si sientes celos, te podrías preguntar por ejemplo:
• ¿Qué me hace pensar que tengo el derecho sobre otra persona a que actúe como yo necesito para sentirme yo en paz?
• ¿Qué me hace pensar que el otro soportará mi control y me dará su atención en exclusividad a mí?
• ¿Es mi propia inseguridad que la proyecto en el otro?

Hay quién alega que si siente celos es porque ama, que esto demuestra que no le es indiferente… ¡Qué locura!

Los celos son un complejo de inferioridad que, al no ser capaz de sentirse seguro por sí mismo, busca la atención del otro con comportamientos manipulativos, con conductas ególatras porque tienen miedo a perder algo que sienten como suyo. La persona celosa se siente profundamente vulnerable, percibe que se le escabulle algo de su propiedad y obra con voluntad de control ejerciendo mecanismos de autoridad y vigilancia desaforada.

Estas medidas que toma la persona celosa se perciben en el otro como de desconfianza, de agresividad y de humillación. Esto dificulta mucho la relación.

La paradoja es que la persona que siente celos se instala en el control del otro y, en cambio, consigue el máximo descontrol puesto que nadie puede aceptar relaciones con esta emoción tan potente por el medio porque está vulnerando constantemente los derechos del otro.

Todos hemos sentido celos en algún momento de la vida.

Si estás en este estado estaría bien que identifiques qué es lo que hay en ti que no te ofrece suficiente seguridad emocional y qué hace que te sientas amenazado. Te ayudará ponerte en la piel del otro y ver como tu conducta tampoco te gustaría que fuera sobre ti. Al fin y al cabo, lo mejor es responsabilizarse de la situación y no culparse sobre cómo se puede salir del bucle de los celos. También te recomiendo hablar y buscar ayuda ya que de los celos no es fácil salir uno solo.

La expectativa, el preámbulo de la decepción

La expectativa es la trampa que planta el ego para sufrir decepción. El dolor emocional es opcional. Es decir, a pesar de sentir profunda decepción puedo elegir cómo sentirme: si culpar a otro o a mí mismo o bien si seguir manteniendo la expectativa o retirándola.

Te libero, me libero. Así se sale de la expectativa que hemos puesto en otro y que tiene que ver con nuestra necesidad neurótica de control sobre alguien.

Nos decepcionamos cuando otros no cumplen nuestras expectativas. Pero es que son las nuestras y no, las de ellos. Cada uno, si así lo quiere, puede cumplir sus propias expectativas. Pero eso de asignarles a otros nuestras expectativas con excusas tan banales como “es por su bien”, “si hiciese lo que le digo, sería mejor” o “con lo fácil que se lo pongo”, solo lleva a esperar, inútilmente, que otro cumpla con nuestro deseo, sin tener en cuenta que no es el deseo del otro. Estas y otras muchas argucias de nuestro ego actúan como detonantes de profundas decepciones.

Solo somos responsables de nuestro comportamiento, de ningún otro. Y, además, debemos procurar no interferir en el crecimiento de los demás, pretendiendo que otros cumplan con nuestras frustraciones o carencias, dirigiendo sus comportamientos. El caso es que nos cuesta mucho reconocer las expectativas que nosotros ponemos en otros porque las proyectamos con tanta ingenuidad como imperativamente.

¿Qué es una expectativa pues?

Es aquello que esperamos de los demás, de una manera unilateral, tanto si se las comunicamos como si no lo hacemos. Hay quien le dice a sus hijos constantemente qué espera de ellos, cuál es su expectativa a cambio de ser aprobado y querido. Y esa manifiesta expectativa, normalmente, es como una culpa que arrastra el hijo que no se atreve a defraudar. El peso es insoportable.

Y hay quien no comunica su expectativa sobre su hijo/a, pero el deseo que se cumpla gobierna todas las interacciones. Se vive desde el parámetro de que un hijo o hija debe cumplir con la ilusión, con la frustración de algunos de los padres, o de ambos. Qué manera de cortarles las alas, de condicionarles injustamente y de mantenerles en vilo constantemente por el miedo que sienten a defraudar a esos padres que no escuchan, solo hablan.

Poner expectativas en otros es como otorgarnos el papel de salvador de alguien, porque la coletilla de la expectativa es siempre: es por su beneficio o interés. Cuando, claramente, es sólo nuestro. Nadie necesita salvadores. Quién necesita ayuda u otra opinión ya la pide. Tratar a los demás con respeto, de tú a tú, aceptando a todo el mundo como es, es una forma sana de permitir a todo el mundo hacer con su vida lo que crea oportuno, sin imposiciones ya que es su vida.

Una expectativa es una mala pasada que le hacemos a la relación, le cargamos con una mochila solo necesaria para nosotros, y lo hacemos injustamente. Esta relación no durará con el tiempo o se deteriorará irreversiblemente porque no es sana, está condenada al fracaso por responsabilidad nuestra porque un día decidimos que otra persona debía llenar nuestros vacíos.

Mejor nos responsabilizamos de aquello que está en nuestros manos. Si queremos algo de alguien, le pedimos su opinión. Si acaso, le motivamos pero siempre sin condicionantes a cumplir, sin objetivos nuestros y entendiendo que no son los demás quienes deben cumplir nuestros sueños. Somos cada uno de nosotros. 

 

Foto: Mag Pole. Unsplash.

Donantes y receptores de energía

Hay personas que somos, claramente, donantes de energía: Ofrecemos a los demás entusiasmo, una sonrisa… Desde la sincera empatía, compartimos la actitud adecuada que se necesita para tirar hacia delante en todo momento.

Esta oferta es fruto de la generosidad. También porque sabemos que, bien por experiencia o por intuición, no nos quedamos nunca sin energía aunque se la ofrezcamos a los demás. En los casos que dejamos de ofrecerla no es por miedo a quedarnos sin, es porque la relación ya nos ha fatigado. Hemos ofrecido nuestra energía con el fin de que el otro se supere y lo que ocurre es que se acostumbra a no usar la suya, sino la nuestra. En estos casos, debemos retirarnos. Porque con nuestro comportamiento estamos impidiendo que el otro crezca, que use su propia energía.

Todos tenemos la misma. La diferencia está en si la usamos o no.

Todo esto de la energía me recuerda a las dinamos antiguas de las bicicletas (no sé si aún actuales) en que la fricción producida entre la dinamo y la rueda de la bicicleta proveía de luz el foco delantero de una manera constante, sin pérdida en ningún momento. De la misma forma sucede en nosotros: la energía que ofrecemos a los demás se multiplica también para nosotros; la que permitimos que se nos lleven, nos agota.

No importa ofrecer parte de nuestra energía a otros, pero como todo en la vida, ha de tener unos límites. Son necesarios pactos para evitar que los receptores se acostumbren a no fabricar su propia de energía. Piensa que los receptores de energía, en su diálogo interno, se dicen que no disponen de su dinamo, porque ya te tienen a ti.

Tener una energía ajena, que se puede interpretar como una atención personalizada o estima privilegiada, es fuente de muchas decepciones, de muchos malentendidos que se proyectarán en la relación y que, con el paso del tiempo, pueden generar inestabilidad o acabar con ella. Si damos energía, debemos ser prudentes y también responsables de no generar dependencia de nuestra generosidad.

Por un lado hay quién te percibe (tu comportamiento tiene que procurar evitarlo) como un “salvador energético”, como un proveedor. Por lo tanto, su estrategia irá dirigida a obtener tu atención y explicarte sus problemas. Normalmente, sin ningún interés por los tuyos. En este caso, la demanda energética es muy egoísta en su conducta.

Y, por otro lado, los donantes se irán cansando de la poca reciprocidad que tienen estas relaciones. Y, a pesar de dar alguna nueva oportunidad, finalmente dejarán la relación por el sobrepeso que supone y por la fatiga mental y emocional que representa hacerse cargo de la energía de otro continuamente. Es un peso difícil de llevar aún sin juicio ni culpa.

La solución:

Debemos procurar que haya equilibrio entre las balanzas emocionales. Los donantes debemos responsabilizarnos de aquello que ofrecemos y en qué medida. Los receptores, en cambio, de no desequilibrar, con su demanda, la balanza emocional.

Es un juego de tendencias. El demandante necesita cada vez más energía, justo lo contrario que espera el donante, que lo que pretende es ayudar con su energía a levantar un vuelo, no a nutrir un viaje completo. Es aquí donde yace el conflicto.

Por lo tanto, es necesario que se acuerden los límites al inicio de una relación entre donantes y demandantes de energía. Con más responsabilidad por parte del donante, que es quien tiene menos necesidad de estas relaciones.

Los receptores deberán darse cuenta que esta energía gratuita no es eterna, es temporal. Por lo tanto, deben demandar con prudencia. Si no lo hacen, estas relaciones acaban por sucumbir y perderán aquello que tanto aprecian por no haber hecho un bueno uso de sus demandas, llevados por las necesidades exageradamente neurotizadas.

De hecho, no es sólo a personas, que los demandantes solicitan. Es también a la vida, al universo y a las circunstancias que viven en cada momento, porque no tienen conciencia de tener su propia dinamo.

Hay ahí un posicionamiento pasivo (que alguien me dé) y obvia la responsabilidad de sostenerse energéticamente por sí mismo. La comunicación que se emite en las demandas que están en desequilibrio, normalmente, tiene conductas manipulativas, indirectas.

Debemos mirar las relaciones como si fuesen vasos comunicantes. Mientras ambos vasos disponen de volúmenes parecidos de energía, se pueden comunicar, fluyen y se retroalimentan. En cambio, cuando un vaso pierde su energía se vuelve demandante. Esta demanda deberá ir acompañada de energía propia y de una actitud de recuperación. Si no se hace así, la relación quedará descompensada y más tarde o más temprano se perderá.

Es un hecho incuestionable que cuando ofrecemos a los demás nuestra energía constantemente les estamos haciendo un flaco favor. Aún cuando algunos tipos de personalidad más manipuladoras lo usan como una herramienta de chantaje emocional para seguir alimentando su narcisismo, creando una relación cautiva.

Por lo tanto, debemos ser responsables de la energía que ofrecemos y de la que recibimos. No hay relaciones sanas sin equilibrio emocional y energético. Los pesos iguales o similares crean relaciones de crecimiento mutuo, las desequilibradas no.

 

Foto: Riccardo Annandale. Unsplash.

La mentira, el engaño y el autoengaño

Aprendemos a mentir, porque de niños vemos que los adultos lo hacen y no hay consecuencias para ellos, quedan impunes, nadie castiga a los adultos que mienten. Por lo tanto, a esas edades tempranas, se aprende que se puede tomar la mentira como herramienta para ofrecer una mejor imagen de uno mismo y hacerlo sin consecuencias.

La mentira es una conducta adaptativa. Quien miente con frecuencia lo hace buscando la estima de los demás, su aprobación. En definitiva, quedar mejor de lo que se es. Cuando alguien miente, emite un juicio de valor sobre sus propios actos y desde la baja autoestima, desde el no gustarse, desde el no sentirse bien con uno mismo, como si quisiera ser de otra manera.

Cada mentira aplaza la decisión de empezar a ser quien le gustaría ser.

La mentira es una táctica a corto plazo para sobrevivir emocionalmente, para ganar aprobación, para no defraudar, siendo fraudulento y aplazando las consecuencias que irán aumentando a medida que pasa el tiempo mintiendo. Se está sembrando el autoengaño.

La mentira no acepta la realidad, la desfigura. Porque los diagnósticos sobre uno mismo son juicios severos, falsos y desviados del ser humano que ya se es. Quien miente a menudo hace que cada vez más se aleje lo imaginario de la realidad.

Mentira, engaño y autoengaño tienen en común que la realidad se percibe como no aceptable.

La mentira es compulsiva, es ingenua, es sólo adaptación al momento, un hábito defensivo que pretende adaptarse al entorno. Esa compulsión es la que hace que cuando a un mentiroso le dices que está mintiendo se pone a la defensiva agresivamente, siente que no puede admitir la mentira, porque caería en pedazos su ilusoria imagen de sí mismo, percibe un ataque a su personaje, de quien cree que pende su esencia, su verdadero valor.

En cambio, el engaño ya es un paso más. Se trata de la mentira con estrategia, con interés percibido como no demasiado confesable por su autor. Aplaza la consecuencia de encontrarse con uno mismo intencionadamente.

El engaño busca premeditadamente vencer con trampas, con malas artes. No tiene argumentos sanos quien engaña. El engaño es la decisión de mentir en el momento que quiere, de la forma pensada y sobre lo que interesa conseguir.

La intolerancia que sentimos hacia la mentira y el engaño es fruto de la interpretación de su intencionalidad. A más intencionalidad, menos tolerancia.

En ambos casos, ni en la mentira como hábito, ni en el engaño como táctica para superar a los demás, la felicidad es sostenible, en ninguno de los dos. Y entonces, llega el autoengaño: cuando uno ha mentido tanto que se crees sus propias mentiras. En este estadio cuesta incluso detectar las mentiras o engaños, pues quien se autoengaña se ha convencido de otra realidad que ha creado para sí mismo y aquí no hay remordimiento ni vergüenza. Solo alejamiento. Es la gran evasión de uno mismo.

En el autoengaño se ha perdido el rumbo.

Sin nivel alguno de conciencia, se vive en un mundo de fantasía y en constante huída hacia adelante sin encontrarse. No coinciden nunca la realidad con la percepción de uno mismo. Por lo tanto, se deterioran mucho las relaciones, no se sostienen.

La sinceridad es el antídoto. La llave es el no-juicio y la sana autoestima basada en lo que somos, no en lo que interpretamos que los demás esperan de nosotros y la necesidad neurótica que tenemos de agradarles. Porque en nuestro juicio injustamente nos hemos dicho que no nos gustamos, que deberíamos ser mejores.

Es bueno que tomemos conciencia de enseñar a nuestros menores las desventajas enormes de mentir o engañar. Les enseñaremos a aceptarse por lo que son, a posponer las recompensas y a frustrarse. A aceptar que la realidad no es siempre como uno quiere pero que eso no justifica mentir, ni mentirse. Les enseñaremos a tener interés por las consecuencias de sus actos.

 

Exigencia neurótica: Qué es y cómo superarla

Las exigencias neuróticas son interpretaciones que hacemos inconscientemente. Interpretaciones que, aunque podemos tomar consciencia de ellas, son inconscientes y, de una manera recurrente y compulsiva, se van repitiendo en nuestro día a día. Se repiten una y otra vez hasta que un día decidimos hacer un cambio de actitud y un cambio de creencias. Es entonces cuando empezamos a interpretar de una manera mejor nuestra realidad pasada, presente y futura para dejar de sufrir emocionalmente.

En sí misma la exigencia –neurótica o no– nos lleva siempre a la frustración y, por lo tanto, al sufrimiento. En nuestro diálogo interno, si nos instalamos en la exigencia, no dejamos alternativa a nuestra mente a que la realidad sea diferente. Es decir, la exigencia es muy autoritaria y no permite otra posibilidad ya que está basada, normalmente, en un interés personal inmediato, de gratificación y que sea ¡ya!

  • Ejemplo de exigencia: Tengo que llevarme bien con todos mis compañeros de trabajo.
  • Ejemplo de preferencia: Me gustaría llevarme bien con todos mis compañeros de trabajo.

Podemos ver cómo en el primer ejemplo es fácil que no se cumpla la exigencia. Por lo tanto, sufriremos. En cambio, en el ejemplo segundo se percibe como, si no se cumple, nos damos una alternativa y, por lo tanto, no padeceremos emocionalmente.

La exigencia repetitiva hace que entremos en un bucle inconsciente y constante de necesidad, que acaba convirtiéndose en neurótico y nos supone un sufrimiento exagerado. Esto tiene consecuencias en nuestro comportamiento y en cómo tratamos a los otros. Y es que los demás perciben nuestra exigencia neurótica como un síntoma de egoísmo y de menosprecio. También tendemos a culpar a los demás de los propios errores, dificultando enormemente, las relaciones sanas y duraderas.

Las tres grandes exigencias de cualquier ser humano son:

1. La vida y la profesión deben tratarme bien siempre.
Fijémonos como la necesidad exigente es en sí misma una neura, pues es evidente que la vida no es justa… ¿Cómo interpretamos pues que haya tantas personas que pasan hambre? ¿O esos padres que han perdido una hija o un hijo? ¿O esas personas que tienen muchas menos oportunidades desde su nacimiento por el mero hecho de ser nacidos aquí o allá? Etc.

2. Los demás, todos, deben respetarme.
En este caso la necesidad neurótica exigente la volcamos en lo ajeno, basados en la creencia que somos responsables del comportamiento de los demás. Es decir, como yo respeto a los demás, estos deben respetarme a mí. Y lo cierto es que ni todos tenemos el mismo concepto de respeto, ni mucho menos está basado en los mismos principios.
Por lo tanto, para no sufrir neuróticamente y responsabilizarnos sólo de nuestro comportamiento, podemos pasar a pensar: “Yo respeto a los demás y éstos que decidan libremente qué prefieren hacer con su comportamiento –respetarme o no–. En ningún caso dejaré que el comportamiento ajeno –aún cuando no sea respetuoso conmigo– me haga sufrir ya que no es mi responsabilidad.”

3.Tengo que ser y hacer las cosas perfectas. ¡Todo y siempre!
Aquí la irracionalidad de la exigencia neurótica está basada en cómo queremos que nos vean los demás. Exageramos el valor de la opinión de los otros. Si nuestra búsqueda es la perfección, al no existir, constituye en sí misma una fuente constante de sufrimiento neurótico. Y es que los seres humanos somos intrínsecamente imperfectos, por naturaleza.

Al repasar estas tres grandes exigencias irracionales y, por lo tanto, de sufrimiento exagerado y neurótico podemos ver cómo pertenecen a tres niveles diferentes vitales, a tres “cosmos” de interacción emocional. El primero alude a la vida, al universo… El segundo apela a los demás. Y, finalmente, el tercero y último se dirige hacia nosotros mismos.

Para superar estas exigencias neuróticas nos ayudará mucho “diagnosticar” adecuadamente nuestro diálogo interno, lo que nos decimos a nosotros mismos. También confrontarnos con nuestras tendencias de comportamiento y personalidad. Además podemos transformar las creencias irracionales y exigentes en creencias racionales y preferentes cuestionándonos nuestras interpretaciones de la realidad y relativizando su efecto terribilizador e insoportable. Por eso, siempre recomiendo que se busque ayuda de un profesional, si no se sabe por dónde empezar a hacerlo.

 

Foto: Nik Shuliahnin