Proyectar en los demás lo que no asumimos en nosotros

proyectar en los demás

Proyectar en los demás nuestro malestar. Cuando no somos capaces de asumir la propia responsabilidad, desbordados, culpamos, una y otra vez, a los demás de nuestras incapacidades o irresponsabilidades.

La falta de educación emocional nos conduce a culpar a otros de nuestras responsabilidades y, aunque sufriendo mucho por la propia decepción, por el resentimiento que nos queda y por la imposibilidad de dar solución madura a nuestro malestar, seguimos repitiendo este egóoico patrón cada vez que nos encontramos ante una situación interpretada como adversa.

Nos da pánico sentirnos responsables, asumir que somos nosotros los que podemos mejorar, que los demás no cambiarán porque se sientan culpables, que a la vez culpan a otros. Y así la proyección se convierte en una conducta social.

El error masivo se convierte en verdad y la inmadurez emocional en realidad social.

Sufrimos y, como respuesta, hacemos sufrir y queremos herir. Y, claro, salimos heridos.

Aún no hemos entendido que si hago daño a los demás, me hago daño a mí mismo. Algo tan sencillo y obvio, cuesta de entender porque estamos gobernados por el ego, porque no tenemos las riendas de nuestra vida emocional.

¿De qué sirve culpar a los demás?
¿A dónde nos lleva culparlos?
¿Es útil o práctico hacerlo?

Si analizamos estas 3 preguntas de tipo realista, filosófico y práctico nos daremos cuenta de que no mejora nada. Al contrario, empeoramos las relaciones volcando nuestros malestares, nuestras frustraciones.

¿Qué tienes dentro?

Los seres humanos somos como depósitos: Ofrecemos a los demás lo que tenemos dentro.

Así pues, si tenemos resentimiento, nuestras conductas estarán afectadas por este dolor. Si, en cambio, tenemos paz y alegría, todos nuestros comportamientos estarán regidos por estas emociones sanas y equilibradas.

Al proyectar culpa en los demás, la intencionalidad es la de liberarnos de un sentimiento que percibimos como frustrante y lo que queremos hacer, en realidad, es pedir ayuda para sostener todo lo que se nos hace insoportable. Y nos parece, en nuestra particular neura del momento, que tirando nuestras miserias al más cercano, seremos mágicamente liberados.

No nos damos cuenta que lo único que conseguimos atacando a los demás es obligar al otro a protegerse de nosotros y a defenderse ya que se siente, lógicamente, atacado por nuestra irresponsable conducta culpabilizadora.

¿Qué podemos hacer para mejorar estas situaciones?
Cuando sentimos la emoción de culpa es importante reconocerla como nuestra y no, de otro. Después, hay que aceptarla; es decir, hacerme cargo y sencillamente admitir que es la emoción que siento, que es mi realidad en ese momento. Finalmente con esta emoción de culpa lo que hacemos para liberarnos de verdad es responsabilizarnos y no culparnos o culpar a los demás.

Adultez vs madurez, nuestra personalidad

adultez madurez

Aproximadamente entre los 6 y 7 años, todos nosotros y de una manera biológica, decidimos cuál será nuestra personalidad para toda la vida, en base a la estrategia elegida para ser queridos y aceptados por los demás.

En ese momento de tanta fragilidad nos vemos abocados a tomar tan drástica decisión que afectará nuestra vida de manera determinante. Todas las personalidades tienen sus pros y contras, pero no es lo mismo tener una que otra personalidad evidentemente.

La que llamamos mente afligida –por ser esa que nos desconecta de nuestra esencia: nuestro ego– pone en marcha, en ese momento, su herramienta más poderosa para hacernos sufrir: la personalidad, la máscara. Esa personalidad creada por el ego para satisfacer sus necesidades neuróticas no busca satisfacer las necesidades de nuestra esencia como seres humanos, si no las de esa poderosa sombra que nos acompaña toda la vida, siendo siempre la misma. Por eso, podemos evolucionarla, sanarla, pero jamás cambiarla.

Desde los 7 años hasta nuestra mayoría de edad -lo que llamamos edad adulta- nuestra personalidad no es nuestra responsabilidad. Vamos interpretando nuestro entorno y sus comportamientos. Algunos de ellos los reproduciremos como propios; otros, los rechazaremos en nosotros; y otros, los ignoraremos. Pero va muy vinculado nuestro escaso crecimiento emocional a nuestro entorno más inmediato que influirá en esa etapa enormemente.

Pero ¿y a partir de la mayoría de edad?

Es absolutamente nuestra responsabilidad hacernos cargo de nuestra personalidad, de madurar o de sólo ser adultos inmaduros.

¿Qué es pues madurar?

Es iniciar el proceso de ser, sin el tener ni el hacer, sólo el ser: La búsqueda de nuestra esencia perdida. Es decir, dejar atrás, en la medida de lo posible, los patrones de comportamiento regidos por las necesidades neuróticas del ego.

Es cuando nos aceptamos incondicionalmente y, por lo tanto, también a los demás, olvidándonos ya de querer cambiar a los otros, tomando conciencia que solo podemos cambiarnos/mejorarnos a nosotros mismos.

Es cuando comprendemos que cada uno tiene su propia razón, su propia realidad y que es tan respetable como la nuestra. Desde el desapego sabemos aprovechar la diversidad que nos ofrecen los demás. Es cuando aprendemos a dar sin esperar nada a cambio, recibimos por el hecho de dar. ¡Sin más!

Es cuando experimentamos auténticamente que lo único que podemos y debemos aportar al universo es nuestra propia mejora personal. Es cuando el conocimiento ya lo hemos transformado en sabiduría, es cuando la intensidad la hemos transformado en autenticidad, es cuando la razón la hemos transformado en verdad.

Es cuando ya no necesitamos la aprobación de los demás, ni demostrarles nada. Es cuando dejamos de mostrarnos y permitimos que nos descubran. Es cuando dejamos de compararnos y de sentirnos celosos de los demás. Es cuando somos felices con lo que somos, sin más.

Es cuando dejamos de influir y pasamos a fluir.

¿Es hoy un buen día para que empieces a transformar tu realidad y madures ya?

El camino interminable entre la euforia y la desesperación

La euforia es una emoción de exaltación de la alegría, que cuando permitimos que se dispare nos conducirá, una y otra vez, a la posterior e inevitable desesperación. ¡El bucle está servido!

Cuando, teñidos de ese estado hiperemocional, inconscientemente, queremos sostener la euforia como si de algo nuevo en nosotros se tratara. No nos damos cuenta de que estamos exigiendo a nuestro cuerpo que sostenga una química impropia.

Cuando eufóricos, queremos “ser” siempre así, ahí, en ese momento, nacen nuestros futuros sufrimientos. Porque el cuerpo no puede sostener más que temporalmente, ese estado de excitación que ha producido el impacto emocional en nosotros. ¡La relación entre euforia y desesperación es directa!

Si tenemos comportamientos eufóricos estamos admitiendo, implícitamente, que tendremos, en consecuencia, estados desesperados, depresivos.

Muchos también, para salir de la depresión, se insuflan una acción de intensidad –confundiéndola con autenticidad– como para salir del aburrido letargo en que se perciben. Retan a su psique a que aquello que han creado superficialmente para salirse de sí mismos, no sea efímero. Cuando en realidad lo que denota esa creación es que con quien no saben convivir es con ellos mismos.

Hace años que, casualmente, creé una técnica de visualización que aún hoy utilizo y explico a mis alumnos. Se trata de tomar consciencia de cuando estamos entrando en euforia imaginando un globo ascendiendo al cielo –el mío es blanco– que pincho con una aguja de tal forma que cuando explota todas las partículas de alegría que contiene el globo las acojo con la boca abierta. De esta manera, toda la alegría en vez de convertir-se en un comportamiento –externo, por tanto– queda asumido dentro de mí, en forma de alegría interna.

Durante muchos años estuve haciendo, constantemente, este viaje de la euforia a la desesperación y no fue hasta mi proceso de mejora personal que puse en práctica mi nueva manera de vivir serenamente: del 4 al 7. Fácil, ¿verdad?

Me di cuenta de que si en vez de irme al 10 eufóricamente, retenía parte de esa euforia en el 7, mi mente no asociara ese 10 con el 0, si no ese 7 con el 4. ¡Y así es!

Desde entonces vivo con mucha paz interior, porque al cambiar de estrategia dejé de ser un “pelele” emocional dependiente de las circunstancias y pasé a ser el líder de mi vida emocional. Y, de esta forma, se acabaron las desesperaciones.

El día que estoy en un 4, estoy triste pero feliz. Soy muy eficiente y son días, además, que entro mucho en mí, que busco como nunca conocerme, descubrirme. Los días al 4 son días de interioridad, de encuentro conmigo mismo.

Del 4 al 7, no solamente es una manera lineal de enfocar la vida en velocidad de crucero, de plenitud sostenida, sino que, además, tiene profundidad y altura, ¡es una técnica de tres dimensiones!

Cuando la alegría es mayor, no tengo ya una conducta eufórica. Si acaso, profundizo en mi alegría interna y mi altura es la que va ascendiendo cada vez que me “deseuforizo” y vuelvo al 7. De esta forma, crece y crece mi nivel de conciencia.

Hay que vivir entre el 4 y el 7. ¿Te atreves?

 

Con aprecio, dedicado a Pere Ventura

La aceptación incondicional

aceptación incondicional

La aceptación incondicional no es fácil de explicar; tampoco, de entender. Pero si nos acercamos al significado de las palabras, vemos qué quiere decir: aceptarnos sin condiciones de ningún tipo, tal como somos. Con todos las zonas de luz y de oscuridad que tenemos todos.

La aceptación incondicional no está basada en lo que tenemos, ni en lo que pensamos. Tampoco en lo que sentimos. Está basada en tres argumentos irrebatibles. Porque algo tan espiritual no puede ser dependiente de juicios banales, tiene que ser depender solo de la esencia, de la más intrínseca realidad humana.

Los tres argumentos que te invito a que procures contra argumentar son:
• Somos únicos
• Estamos en constante cambio
• Somos humanos

Si haces ahora el ejercicio de debatir estos tres argumentos, posiblemente sea la primera vez que te das permiso para mirarte sin tener presente la evaluación de los otros por lo que haces, por lo que tienes o por cómo te comportas. Vemos la importancia de este tres argumentos para estimarnos y para saber quiénes somos.

La aceptación incondicional es hija del perdón, del perdón a nosotros mismos, no a los otros. A los otros los comprendemos, ¿quién somos nosotros para perdonarles? Es un adelanto importante, hacia un nivel de menor sufrimiento emocional, integrar la decisión de que nos podemos aceptar incondicionalmente porque no hay nadie más como uno mismo.

Somos absolutamente únicos, ¿te parece poco? También porque las emociones nos mueven y nunca somos el mismo. Como el río, nunca lleva la misma agua pero siempre sigue el mismo camino. Todo está en constante cambio.

Y, finalmente, porque somos humanos. De aquí se desprende el derecho a equivocarnos, a errar y también a fracasar.

Por lo tanto, te propongo que a partir de hoy, como sí de un mantra se tratara, te digas: “Me acepto incondicionalmente porque soy único, porque estoy en constante cambio y porque soy humano” y verás que conforme lo vayas integrando te irás sintiendo más bien contigo mismo. También te sentirás más libre y descargarás la mochila emocional que llevamos cargada de juicios y de conflictos no resueltos.

Aceptarse incondicionalmente quiere decir aprender a ser sin tener en cuenta el pasado, solo teniendo en cuenta el aquí y el ahora. Aceptarse incondicionalmente quiere decir vivir sin culpas ni miedos. Sin ego. Aceptarse incondicionalmente quiere decir poder observarse sin juicios ni manipulaciones. La aceptación incondicional es una de las grandes herramientas de la Inteligencia Emocional Aplicada, lo enseño y lo aprendo cada día.

¿Perdonar a los otros o perdonarnos?

perdonar a los otros

No hay nada que perdonar a los otros, solo hay que comprenderlos. ¿Quién se siente suficiente juez para perdonar a otro persona? A menudo nos decimos “No lo perdono porque no se lo merece”. ¡Qué locura! ¡Qué juicio tanto injusto!

Lo que sí hace falta es perdonarnos a nosotros, dejar de culparnos y victimizarnos, para no culpar los otros cuando no nos responsabilizamos de nuestra parte de la relación. Si nos perdonamos dejamos atrás las enormes culpas que sentimos y que no son justas ni con nosotros ni con el entorno con quien las volcamos.

¿Cómo queremos comprender los otros si no nos perdonamos nosotros?

Culpamos los otros porque no somos capaces de asumir que en todas las relaciones tenemos la mitad de la responsabilidad. Somos parte del bucle creado porque nosotros, igual que el otro, hemos cambiado el comportamiento hacia el otro y esto nos cuesta mucho de aceptar. El ego nos guía a  culpar a quien tenemos delante por no sufrir y esto, en realidad, es lo que más sufrimiento nos provoca y no nos damos cuenta.

Tenemos que aprender que nuestra lógica es solo nuestra. Que los otros son también únicos y, por lo tanto, diferentes a nosotros. Tienen una mirada diferente a la nuestra, pero es igualmente válida.

¿Nos hemos preguntado por qué lo que hacen otros lo vivimos, a menudo, como un ataque personal?

Si me respeto, respeto el camino de los otros, su proceso de crecimiento y no los juzgo. Así pues, no me hacen daño sus comportamientos y, por lo tanto, no hay nada que perdonar, solo comprender, aceptarme incondicionalmente y, en consecuencia, también a los otros.

En resumen se trata de superar las propias culpas, de perdonarnos primero a nosotros mismos y desde este estadio más sereno podamos perfectamente excluir el juicio de lo que hacen los otros. Por lo tanto, ya no culparemos a nadie y esto hará que dejamos de sufrir, aceptando la realidad del que pasa. Quizás no nos gustarán conductas determinadas, pero no sufriremos más.

De la exigencia a la tolerancia, el camino de la paz interior

De la exigencia a la tolerancia

De la exigencia a la tolerancia. Mientras estamos instalados en cualquiera de las exigencias neuróticas a las que el ser humano es proclive –véase ‘la vida me tiene que tratar bien’, ‘los demás deben respetarme’ y/o ‘debo hacer todo perfecto’–, estamos queriéndonos muy poco o nada. Estamos saboteándonos la vida, en definitiva, estamos caminando en dirección contraria a la felicidad porque nos falta tolerancia y compasión con nosotros mismos para aceptarnos tal cual somos, incondicionalmente.

Sufrimos emocionalmente porque nuestro dialogo interno es muy duro con nosotros mismos. Nuestras creencias, eso que nos hemos creído, son draconianamente exigentes, son profundamente terribilizadoras y eso el cuerpo lo somatiza y el corazón se resiente.

¿Por qué sostenemos de por vida creencias tan exigentes? ¿Cómo cambiar creencias de exigencia por creencias de preferencia?

Es como, si además de tener dentro un saboteador de felicidad, tuviésemos también un masoquista que gobernase nuestra vida. A ambos, les damos permiso nosotros mismos para que residan en el centro de nuestra existencia

¿Por qué no nos inculcamos creencias diferentes y mejores, que nos acercan a la felicidad y no que nos alejen?

Nos culpamos, nos atacamos y castigamos sin piedad. Como si el victimismo al que conducen culpas y miedos, nos permitiese algún día alcanzar el bienestar. Proyectamos nuestra culpa en los demás, por no ser capaces de asumir nuestra responsabilidad. Tenemos comportamientos intolerantes con los demás, sin comprensión alguna de que todos hacemos lo mejor que podemos en cada momento.

La ansiedad, el estrés y muchas veces estados depresivos son el resultado de tanta exigencia y tan poca preferencia. La tolerancia va dotada de confianza en uno mismo, de aceptación incondicional.

La tolerancia con uno mismo es la respuesta a tanto sufrimiento.

Debemos aprender a ser tolerantes y compasivos, admitiendo que también, hasta ahora, hemos hecho lo mejor que hemos podido en cada momento. Al tolerarnos, aceptándonos tal cual estamos de nivel de conciencia en aquel momento, nos acercamos a la realidad y por tanto dejamos la exigencia, entrando en preferencia.

Tolérate, date permiso para descubrirte, para conocerte y serás feliz. Desde la tolerancia uno puede vivirse, experimentarse como es, aquí y en este momento.

La tolerancia con uno mismo es el reflejo de la aceptación de tal cual somos, sin máscara ni personalidad, ¡con libre autenticidad!

Con aprecio, dedicado a Mireia Coll i Omaña

 

Foto: Patrick Fore. Unsplash.

¿Fiel o leal? ¿A otros o a ti misma?

fidelidad y lealtad

Antes se relacionaba la fidelidad a la pareja y la lealtad a las causas nobles. Desde la Inteligencia Emocional Aplicada, consideramos que la fidelidad es un compromiso, un sometimiento y una promesa a cumplir que hacemos a los demás, sea de pareja, laboral o social. La lealtad, en cambio, es un acuerdo, un asentimiento de apoyo y de ayuda que ofrecemos en un valiente acto de compañerismo.

Fidelidad y lealtad vienen marcadas por diferentes orígenes. La primera, por la confianza hacia otro –sincera o inducida– y la segunda, por el respeto y apoyo desinteresado a otra persona. Así pues, podemos percibir que la fidelidad es un acto, un comportamiento. En cambio, la lealtad es un profundo sentimiento ético.

El fiel se somete a su compromiso, el leal asienta en su decisión.

¿Se puede comprar la fidelidad? ¿Y la lealtad? Está claro que la primera sí se puede adquirir aún cuando no se fomente, porque es una demanda. A diferencia de la lealtad, que es una oferta ejercida desde la libre voluntad.

Se puede ser infiel, pero leal. Pero no se puede ser desleal y fiel.

¿Cuál es pues la fidelidad más importante en nuestra vida? Sin duda la que nos ofrecemos a nosotros mismos. Esa que hace que tomemos decisiones confiando en nosotros, dejando atrás miedos y culpas bloqueantes.

¿Qué supone ser fiel a uno mismo? ¡Pues mucho! Especialmente, se trata de un compromiso de amor a nosotros mismos, de que procuramos ser nosotros y no, el personaje creado por nuestra personalidad, por nuestro ego. La fidelidad es nuestra capacidad espiritual de cumplir con nosotros mismos, aún cuando no guste a los demás.

¿Qué compromisos de mejora personal tienes contigo misma? ¿Cuál es la lealtad más importante que podemos ofrecer? La que demos a otros sin otro interés que el de dar. Al dar ya hemos recibido. ¡No hay dicha mayor que poder dar a quién uno decidió!

La fidelidad la podemos imponer, pero la lealtad es un sentimiento que podemos fomentar, pero que no podemos construir desde la nada, requiere de una historia, de una ilusión.

La fidelidad es dar cumplimiento a las promesas. Prometer es una acción personal, propia de cada uno de nosotros; revela una gran soberanía de espíritu, ya que elige decidir hoy lo que se va a hacer en adelante, bajo condiciones que no se pueden prever. Es un contrato con condiciones.

La lealtad es la capacidad espiritual de ofrecer soporte a una persona desde el respeto, la gratitud y el compañerismo. Es un acuerdo de aceptación incondicional.

¿Te sientes más fiel o leal?

Con afecto, dedicado a Lu Cruz.

Foto: Roman Kraft. Unsplash.

Cómo mejorar nuestras relaciones personales en tiempos de confinamiento

relaciones en tiempos del coronavirus

Una situación de confinamiento como la actual es una oportunidad única para darnos cuenta de quién somos, de buscarnos, de descubrirnos. O, al contrario, si así lo decidimos, puede ser una situación de realce de dificultades no superadas, de recriminaciones constantes y de seguir ocultándonos, huyendo de nosotros mismos. La base de la decisión podría ser tomada perfectamente atendiendo esta frase: “Quiero sanar mi relación conmigo mismo, aceptando que lo que me hace sufrir de los demás, es lo que, aún, no he resuelto en mí”.

Mientras dura el “efecto buen ciudadano” –que quiere decir que la inmensa mayoría de personas asumimos con responsabilidad la situación y enfocamos nuestras energías en resolver de la mejor manera posible las nuevas dificultades–, no va a haber incidentes relacionales. La dificultad la preveo en cuanto la necesidad de salir de casa, sea superior a la voluntad de mantener el foco mental en sentirnos bien, en ayudar al entorno, en colaborar desde la humildad siendo uno más. O sea, en el momento que los egos empiecen a reclamar su espacio propio.

¿Qué nos hace pensar que sabremos sostener con la misma frescura el doble del primer anuncio de confinamiento? ¿Qué día empiezan a romperse las vajillas? ¿Cuánto tardaremos en culpar al otro de nuestra impaciencia, de no poder aguantar más porque es terrible y no lo puedo soportar? Nuestra madurez –que no adultez, que la ofrece el DNI– va ser puesta a prueba estas próximas semanas. Todas las personas que hemos decidido libremente aprovechar la oportunidad enorme que nos ofrece la vida para crecer, para conocernos, vamos a seguir, día tras día, sin ninguna prisa hasta que esto acabe. Acabará cuando toque, pero sin sufrimiento ninguno. Las personas que viven su felicidad en función de las circunstancias, de las situaciones exteriores o de los demás van a sufrir mucho. Se van a echar de menos a sí mismas.

Las consecuencias pueden ser nefastas, especialmente para muchas parejas que verán lo poco que se conocen, lo poco que tienen en común, lo poco que su proyecto está afianzado… Y con el riesgo de, en vez de haber aprovechado la oportunidad para conocerse –a uno mismo y al otro–, se convierten en unos desconocidos que no han sabido disfrutar de lo que la vida les ha traído para mejorarse, que leyeron mal qué nos estaba diciendo el confinamiento.

¿Cómo superar pues este confinamiento reforzando los lazos con nuestras relaciones inmediatas?

Pues, básicamente, propongo que nos formulemos ahora mismo unes sencillas preguntas:

  1. ¿Qué nos hace pensar que nuestra manera de ver la realidad es la verdadera?
  2. ¿Qué me hace pensar que el otro es culpable?
  3. ¿Es la razón la que va a guiar mi criterio? ¿La impondré?

Darnos unas respuestas adecuadas a estas preguntas puede ayudar mucho estos próximos días de confinamiento prolongado. Te ofrezco una pista: Ni mi realidad es única, ni tiene la culpa, ni tengo razón.

 

Foto: Claudio Schwarz. Unsplash.

¿Qué pesa más: la responsabilidad o la irresponsabilidad de tu vida emocional?

responsabilidad de tu vida emocional

¿Qué pasa cuando nos responsabilizamos, auténticamente, de nuestra vida emocional? Pues, por ejemplo, que aprendemos a regular nuestras emociones, a gestionar las propias creencias y a vivir sin sentir miedo ni al ridículo ni al fracaso, tampoco al éxito y menos aún al “qué dirán”. La responsabilidad de tu vida emocional te permite vivir ya admitiendo los errores sin culpa. También darnos cuenta que estamos en constante aprendizaje y que nos comprometemos con el propósito de continuar observándonos porque no tenemos ningún otro objetivo de llegar a ninguna parte más que donde estamos ahora: en el presente.

Nos aleja de la venganza cuando nos sentimos heridos y nos acerca a perdonarnos y a comprender a los otros, sin juzgarlos. Porque en la responsabilidad no hay juicio. Desde que tomamos el timón de nuestra vida emocional aprendemos que cuando hacemos daño a otro, también nos herimos a nosotros; que pueden no gustarnos comportamientos de los otros, pero que no son terribles. Los otros hacen y nosotros decidimos si nos afectan o no. Porque…

Todos siempre hacemos lo mejor que podemos en cada momento.

La libertad emocional no es posible sin responsabilidad personal, sin compromiso con un mismo. Responsabilizarnos, serenamente, de nuestra vida emocional nos lleva cada día a protegernos de la toxicidad, a escoger a quién ofrecemos energía y a entender que no todo el mundo quiere ser ayudado. También que hay gente que no quiere conocerse a sí misma y, por lo tanto, aceptar a todo el mundo allá donde están y a decidir dónde nos posicionamos, voluntariamente.

Cuando el ego tensa fuerte, es cuando sentimos más que tenemos las riendas de nuestra vida, que somos quienes gobernamos aquello que es nuestro. Cuando tomamos conciencia que queremos influir positivamente en nuestra vida nos damos cuenta que todo se hace más fácil y más ligero, que las dificultades son todas superables.

Uno de los muchos beneficios de madurar es el compromiso que uno toma consigo mismo porque no hay que hacer nada ya con sacrificio o esfuerzo. Nos decimos: “Me quiero bastante para hacerlo todo a gusto… O no hacerlo y no sentir culpa”.

Hay que aceptar que la felicidad es nuestra responsabilidad, de nadie más ni de ninguna circunstancia. Esto supone vivir con mucha paz interior.

Liderar nuestra vida nos conduce a la libertad emocional, desde la cual nunca más dejaremos el camino de descubrirnos, de comprendernos, de compadecernos y de empatizar con un mismo y con los otros.
¿Te apuntas a la lista de líderes de su vida?

 

Foto: John Canelis. Unsplash.

¿Podemos cambiar el mercado? ¿Podemos cambiar al cliente?

¿Qué queda pues por cambiar? El valor más importante: ¡A nosotros mismos, claro!

No podemos quedarnos esperando que las situaciones cambien, no lo van hacer por sí solas. Lo harán en la medida que seamos capaces de influir en nuestra propia vida, en nuestro día a día.

Hay quien espera constantemente que todo fluya, sin su propia influencia, como esperando una intervención divina. La realidad es la que es y nosotros podemos trabajar a favor nuestro o en contra, en función de dónde nos posicionemos ante esa realidad.

El mundo comercial a menudo queda a merced de las casuísticas pues la capacidad de toma de decisiones sostenidas es poca. Hay quien le pide al universo que vuelvan otros tiempos, aquellos en que la venta era bajo demanda. Hay quien le pide al cliente que sea “bueno” y nos compre a nosotros, por ser nosotros, no porque nos ganemos su confianza. Y pocos, desgraciadamente, buscan en sí mismos las respuestas que no pueden ofrecer ni el mercado, ni los clientes ya que está en nuestro poder el hecho de cambiar.

Buscar las respuestas fuera de nosotros es vivir en constante sufrimiento por creencias limitantes, por la dificultad enorme que tenemos de responsabilizarnos de nuestra vida, por la dificultad que tenemos de asumir la capacidad enorme de influencia que tenemos en nosotros mismos. En ocasiones imparto una ponencia que empieza preguntando cómo los motivamos (a los mercados, a los clientes) y acaba preguntando cómo nos automotivamos, ¿qué nos estamos diciendo?

A los comerciales les dotamos de la mejor tecnología disponible, del mejor hardware que podemos adquirir… Pero nos hemos preguntado de verdad ¿cuál es el valor más importante en nuestro equipo comercial? Sin duda, el potencial de los comerciales, a menudo oculto para ellos mismos bajo capas de culpas, miedos y baja autoestima.

Comparto con cada vez más directivos la necesidad de dotar a nuestros comerciales del valor más importante: Ellos mismos. Acompañarlos a conocerse, a descubrirse para que todos ellos cambien esas limitaciones fruto de la interpretación realizada, hasta ahora, de la realidad y que, insistentemente, hemos ido forjando unas creencias que nos perjudican seriamente, que dificultan nuestra eficiencia y por tanto nos impiden crecer en ventas.

La Inteligencia Emocional es la gran herramienta para el cambio de creencias. Las exigencias son igual a la ineficiencia. En cambio, las preferencias son igual a preferencias.

La presión hunde, bloquea. La tensión y automotivación generan crecimiento personal y profesional.

Cuando un comercial tiene integrado en sus creencias, exigencias como: “tengo que vender ya”, “si no vendo, no valgo” y otras muchas que le generan emociones de culpa y miedo, no puede producir. Sólo venderá lo que le compren, no tiene capacidad de convencimiento.

En las ventas hay una importante dosis de aritmética: A más visitas, más oportunidades. El caso es que a esas oportunidades lleguemos con la misma frescura, con la misma eficacia. Si por el camino las creencias de exigencia que tenemos nos hunden, cuando llega la oportunidad la perdemos por ineficiencia, por no gestionar las emociones y permitir que llegue el desánimo a nuestra oportunidad. ¡Tomemos conciencia de ello!