Se llamaba Not, un buen amigo de mí mismo

Not era un labrador, de pelo negro y tenía dos años cuando llegó a mi vida. Fue un regalo de mi hermano grande, a quien le estoy muy agradecido.

El primer día que entró en casa, todo él temblaba. Su cuerpo estaba paralizado y su cola escondida entre las patas traseras, mostraba duda y miedo de lo que estaba viviendo. Yo, en cambio, sentí una mezcla de emociones, como por ejemplo alegría, que me llevaba a acoger un nuevo amigo, y también bienestar y satisfacción, que se tradujeron al tener una buena predisposición y entusiasmo.

También sentí miedo (a no ser capaz, a no saber, a equivocarme…). En definitiva, a asumir una nueva responsabilidad. También ternura que me permitió estar conectado con aquel instante, sintiendo afecto, compasión y aprecio.

Estas emociones me llevaron a que la primera noche que Not pasó en casa, estuviera a su lado, acariciándolo, pendiente de su estado y de su respiración, dándole mi amor y confianza,

En poco tiempo, después de jugar con él, de sacarlo a pasear, de regarle una barra de pan, de hablarle y explicarle cómo había ido el día, establecimos un vínculo emocional profundo, una relación de lealtad mutua. Ahora puedo decir que fue mi mejor amigo. Nos teníamos confianza plena.

Not, hacía grandes todos los momentos.

Con él aprendí a vivir a otro ritmo, a vivir el presente con atención llena. ¡Not estaba y ya está!

Observarlo cómo se relacionaba conmigo, con los otros, con otros perros o cómo se comportaba cuando estaba solo, supuso un aprendizaje de como gestionar mis emociones. Sentirme acompañado cada día, verlo menear la cola, acercándose buscando mi afecto, esto me hacía sentir importante y también me ayudó a relativizar los días malos.

Aprendí también de su capacidad de perdonar y de olvidar de forma sincera y honesta, cuando lo reñía o cuando me olvidaba de cambiarle el agua. Él seguía mostrando su amor y alegría, y esto no tenía precio.

No hablaba, pero no hacía falta. ¡Nos comunicábamos perfectamente!

Me escuchaba con atención, sin juicios ni perjuicios. Compartir mis pensamientos con él me ayudó a aclarar las ideas y tomar decisiones.

Cuando sufrí de ansiedad y estrés de alto voltaje, me acompañó liberándome de las preocupaciones, de mis miedos y de mi aislamiento social. Cuando sentía que estaba en el abismo, el simple hecho de que estuviera, me hacía sonreír, calmarme y reducir mi estado de angustia. Fue un ejemplo de amor incondicional.

Not, también, me ayudó a entender e interiorizar los valores de la lealtad, de respeto, de responsabilidad, de gratitud, de humildad, de honestidad y de sensibilidad. Y a vivir con integridad.

Murió cuando tenía catorce años, estuve presente. Me despedí de él en paz. No le debía nada y él tampoco a mí.

Not forma parte de mi historia. Es una experiencia de vida única, un compañero en mi proceso de crecimiento personal y también en mi camino de ayudar a otros personas a crecer.

Él, como yo hoy, estaba sano. Por lo tanto, me pudo ayudar como yo hoy ayudo a otros.

La veracidad de los miedos

miedos

¿Son ciertos los miedos que sentimos? ¿Realmente son como los sentimos? El miedo es la emoción que ha permitido a nuestra especie sobrevivir. Es una emoción que nos alerta de posibles peligros y por lo tanto nos da la oportunidad de elegir qué decisión tomar ante dicho peligro.

Pero, a mi entender, los miedos que azotan a nuestra sociedad en estos momentos no son este miedo intrínseco al ser humano. Éstos son miedos irracionales, mal interpretados y creados por nuestro ego para hacernos sufrir.De hecho, son “terribilizaciones” (exageraciones disfuncionales) que crea la mente por inseguridad y falta de criterio racional y emocional.

No tenemos herramientas para gobernar nuestro ego. No nos han enseñado cómo hacerlo, pero también es cierto que, desde nuestra mayoría de edad es nuestra responsabilidad. ¡De nadie más!

Una manera que ayuda a superar los miedos es tener claro cuáles son y a qué son. Por ejemplo:

– Miedo al fracaso: Asociado al fracaso laboral. Pero también al fracaso personal.
– Miedo al error: Asociado a equivocarse en el día a día, a pequeños fracasos.
– Miedo a perder: Asociado a la competitividad excesiva y/o también al ridículo.
– Miedo al no: Asociado a la Baja Tolerancia a la Frustración (BTF).
– Miedo al rechazo: Asociado a no ser queridos, temor a la soledad y la no aprobación de los demás.
– Miedo al ridículo: Asociado a la imagen que queremos aparentar y a la necesidad neurótica de ser vistos según un ideal pre-imaginado.

Una vez identificados, ¿qué tal si los reinterpretamos? La forma de hacerlo es asociando valores racionales que nos traerán mejoras en nuestro autoconcepto y, por lo tanto, en nuestra autoestima. Aquí tienes el listado de los miedos anteriores pero reinterpretados:

– ¿Qué es un fracaso? Un peldaño del éxito.
– ¿Qué es un error? Un aprendizaje.
– ¿Qué es perder? Una forma de poder volver a llenar.
– ¿Qué es un no? Una de las posibilidades de la realidad. Otras son un sí o un quizás, etc.
– ¿Qué es el rechazo? Una dificultad que tiene el otro para comunicarse adecuadamente.
– ¿Qué es el ridículo? Una manera cruel e innecesaria de juzgarnos, basada en un ideal irracional.

Te invito a que integres estos conceptos como parte de tu diálogo interno y verás como estos miedos quedan superados por valores sanos y de crecimiento personal.

El miedo que terribiliza en nuestro pasado o futuro no existe. Es una invención de la mente.

Si sientes la necesidad de VIVIR LIBRE de culpas y miedos, déjame acompañarte.

Proyectar en los demás lo que no asumimos en nosotros

proyectar en los demás

Proyectar en los demás nuestro malestar. Cuando no somos capaces de asumir la propia responsabilidad, desbordados, culpamos, una y otra vez, a los demás de nuestras incapacidades o irresponsabilidades.

La falta de educación emocional nos conduce a culpar a otros de nuestras responsabilidades y, aunque sufriendo mucho por la propia decepción, por el resentimiento que nos queda y por la imposibilidad de dar solución madura a nuestro malestar, seguimos repitiendo este egóoico patrón cada vez que nos encontramos ante una situación interpretada como adversa.

Nos da pánico sentirnos responsables, asumir que somos nosotros los que podemos mejorar, que los demás no cambiarán porque se sientan culpables, que a la vez culpan a otros. Y así la proyección se convierte en una conducta social.

El error masivo se convierte en verdad y la inmadurez emocional en realidad social.

Sufrimos y, como respuesta, hacemos sufrir y queremos herir. Y, claro, salimos heridos.

Aún no hemos entendido que si hago daño a los demás, me hago daño a mí mismo. Algo tan sencillo y obvio, cuesta de entender porque estamos gobernados por el ego, porque no tenemos las riendas de nuestra vida emocional.

¿De qué sirve culpar a los demás?
¿A dónde nos lleva culparlos?
¿Es útil o práctico hacerlo?

Si analizamos estas 3 preguntas de tipo realista, filosófico y práctico nos daremos cuenta de que no mejora nada. Al contrario, empeoramos las relaciones volcando nuestros malestares, nuestras frustraciones.

¿Qué tienes dentro?

Los seres humanos somos como depósitos: Ofrecemos a los demás lo que tenemos dentro.

Así pues, si tenemos resentimiento, nuestras conductas estarán afectadas por este dolor. Si, en cambio, tenemos paz y alegría, todos nuestros comportamientos estarán regidos por estas emociones sanas y equilibradas.

Al proyectar culpa en los demás, la intencionalidad es la de liberarnos de un sentimiento que percibimos como frustrante y lo que queremos hacer, en realidad, es pedir ayuda para sostener todo lo que se nos hace insoportable. Y nos parece, en nuestra particular neura del momento, que tirando nuestras miserias al más cercano, seremos mágicamente liberados.

No nos damos cuenta que lo único que conseguimos atacando a los demás es obligar al otro a protegerse de nosotros y a defenderse ya que se siente, lógicamente, atacado por nuestra irresponsable conducta culpabilizadora.

¿Qué podemos hacer para mejorar estas situaciones?
Cuando sentimos la emoción de culpa es importante reconocerla como nuestra y no, de otro. Después, hay que aceptarla; es decir, hacerme cargo y sencillamente admitir que es la emoción que siento, que es mi realidad en ese momento. Finalmente con esta emoción de culpa lo que hacemos para liberarnos de verdad es responsabilizarnos y no culparnos o culpar a los demás.

Adultez vs madurez, nuestra personalidad

adultez madurez

Aproximadamente entre los 6 y 7 años, todos nosotros y de una manera biológica, decidimos cuál será nuestra personalidad para toda la vida, en base a la estrategia elegida para ser queridos y aceptados por los demás.

En ese momento de tanta fragilidad nos vemos abocados a tomar tan drástica decisión que afectará nuestra vida de manera determinante. Todas las personalidades tienen sus pros y contras, pero no es lo mismo tener una que otra personalidad evidentemente.

La que llamamos mente afligida –por ser esa que nos desconecta de nuestra esencia: nuestro ego– pone en marcha, en ese momento, su herramienta más poderosa para hacernos sufrir: la personalidad, la máscara. Esa personalidad creada por el ego para satisfacer sus necesidades neuróticas no busca satisfacer las necesidades de nuestra esencia como seres humanos, si no las de esa poderosa sombra que nos acompaña toda la vida, siendo siempre la misma. Por eso, podemos evolucionarla, sanarla, pero jamás cambiarla.

Desde los 7 años hasta nuestra mayoría de edad -lo que llamamos edad adulta- nuestra personalidad no es nuestra responsabilidad. Vamos interpretando nuestro entorno y sus comportamientos. Algunos de ellos los reproduciremos como propios; otros, los rechazaremos en nosotros; y otros, los ignoraremos. Pero va muy vinculado nuestro escaso crecimiento emocional a nuestro entorno más inmediato que influirá en esa etapa enormemente.

Pero ¿y a partir de la mayoría de edad?

Es absolutamente nuestra responsabilidad hacernos cargo de nuestra personalidad, de madurar o de sólo ser adultos inmaduros.

¿Qué es pues madurar?

Es iniciar el proceso de ser, sin el tener ni el hacer, sólo el ser: La búsqueda de nuestra esencia perdida. Es decir, dejar atrás, en la medida de lo posible, los patrones de comportamiento regidos por las necesidades neuróticas del ego.

Es cuando nos aceptamos incondicionalmente y, por lo tanto, también a los demás, olvidándonos ya de querer cambiar a los otros, tomando conciencia que solo podemos cambiarnos/mejorarnos a nosotros mismos.

Es cuando comprendemos que cada uno tiene su propia razón, su propia realidad y que es tan respetable como la nuestra. Desde el desapego sabemos aprovechar la diversidad que nos ofrecen los demás. Es cuando aprendemos a dar sin esperar nada a cambio, recibimos por el hecho de dar. ¡Sin más!

Es cuando experimentamos auténticamente que lo único que podemos y debemos aportar al universo es nuestra propia mejora personal. Es cuando el conocimiento ya lo hemos transformado en sabiduría, es cuando la intensidad la hemos transformado en autenticidad, es cuando la razón la hemos transformado en verdad.

Es cuando ya no necesitamos la aprobación de los demás, ni demostrarles nada. Es cuando dejamos de mostrarnos y permitimos que nos descubran. Es cuando dejamos de compararnos y de sentirnos celosos de los demás. Es cuando somos felices con lo que somos, sin más.

Es cuando dejamos de influir y pasamos a fluir.

¿Es hoy un buen día para que empieces a transformar tu realidad y madures ya?

La búsqueda de la perfección nos aleja de la felicidad

perfección

Nos pasamos los días queriendo gustar a los demás. Hablamos, nos vestimos y nos comportamos para que los demás nos acepten, para ser «normales». Y es en este afán de gustar es cuando nos perdemos a nosotros mismos y empiezan una serie de exigencias que nos llevan a la búsqueda de la perfección y, de ahí, a la ineficiencia, primero, y después, al sufrimiento emocional.

El perfeccionismo es una de las peores trampas que se impone el ser humano. Por eso, en este vídeo te hablo sobre cómo liberarte de él para vivir una vida más plena y equilibrada a nivel emocional. Porque tanto el error como el fracaso son inherentes al ser humano y no podemos huir de ellos. Aceptar esto te ayudará en tu proceso de sanación y te permitirá tener controlado a tu ego, ese que demasiado a menudo dirige nuestra vida y nuestras acciones.

Espero que esta nueva cápsula de Inteligencia Emocional Aplicada te haga reflexionar y cuestionarte. Porque el primer paso para conseguir el equilibrio emocional es cuestionar todo aquello que ya damos por hecho. 

Si te gusta el vídeo, te animo a visitar mi canal de Youtube donde encontrarás otros contenidos para empezar a comprometerte de tu bienestar emocional. Piensa que para vivir una vida libre de miedos y culpas solo dependes de tu compromiso y voluntad.

El camino interminable entre la euforia y la desesperación

La euforia es una emoción de exaltación de la alegría, que cuando permitimos que se dispare nos conducirá, una y otra vez, a la posterior e inevitable desesperación. ¡El bucle está servido!

Cuando, teñidos de ese estado hiperemocional, inconscientemente, queremos sostener la euforia como si de algo nuevo en nosotros se tratara. No nos damos cuenta de que estamos exigiendo a nuestro cuerpo que sostenga una química impropia.

Cuando eufóricos, queremos “ser” siempre así, ahí, en ese momento, nacen nuestros futuros sufrimientos. Porque el cuerpo no puede sostener más que temporalmente, ese estado de excitación que ha producido el impacto emocional en nosotros. ¡La relación entre euforia y desesperación es directa!

Si tenemos comportamientos eufóricos estamos admitiendo, implícitamente, que tendremos, en consecuencia, estados desesperados, depresivos.

Muchos también, para salir de la depresión, se insuflan una acción de intensidad –confundiéndola con autenticidad– como para salir del aburrido letargo en que se perciben. Retan a su psique a que aquello que han creado superficialmente para salirse de sí mismos, no sea efímero. Cuando en realidad lo que denota esa creación es que con quien no saben convivir es con ellos mismos.

Hace años que, casualmente, creé una técnica de visualización que aún hoy utilizo y explico a mis alumnos. Se trata de tomar consciencia de cuando estamos entrando en euforia imaginando un globo ascendiendo al cielo –el mío es blanco– que pincho con una aguja de tal forma que cuando explota todas las partículas de alegría que contiene el globo las acojo con la boca abierta. De esta manera, toda la alegría en vez de convertir-se en un comportamiento –externo, por tanto– queda asumido dentro de mí, en forma de alegría interna.

Durante muchos años estuve haciendo, constantemente, este viaje de la euforia a la desesperación y no fue hasta mi proceso de mejora personal que puse en práctica mi nueva manera de vivir serenamente: del 4 al 7. Fácil, ¿verdad?

Me di cuenta de que si en vez de irme al 10 eufóricamente, retenía parte de esa euforia en el 7, mi mente no asociara ese 10 con el 0, si no ese 7 con el 4. ¡Y así es!

Desde entonces vivo con mucha paz interior, porque al cambiar de estrategia dejé de ser un “pelele” emocional dependiente de las circunstancias y pasé a ser el líder de mi vida emocional. Y, de esta forma, se acabaron las desesperaciones.

El día que estoy en un 4, estoy triste pero feliz. Soy muy eficiente y son días, además, que entro mucho en mí, que busco como nunca conocerme, descubrirme. Los días al 4 son días de interioridad, de encuentro conmigo mismo.

Del 4 al 7, no solamente es una manera lineal de enfocar la vida en velocidad de crucero, de plenitud sostenida, sino que, además, tiene profundidad y altura, ¡es una técnica de tres dimensiones!

Cuando la alegría es mayor, no tengo ya una conducta eufórica. Si acaso, profundizo en mi alegría interna y mi altura es la que va ascendiendo cada vez que me “deseuforizo” y vuelvo al 7. De esta forma, crece y crece mi nivel de conciencia.

Hay que vivir entre el 4 y el 7. ¿Te atreves?

 

Con aprecio, dedicado a Pere Ventura

Las creencias: Lo que nos hemos creído

creencias

Las creencias son interpretaciones que hemos hecho de la realidad. Son fruto de nuestro diálogo interno y condicionan nuestra manera de ser. Es obvio que si las creencias son interpretaciones, podemos crear nuevas interpretaciones. Es decir, construirnos creencias que nos mejoren la calidad de vida emocional y por lo tanto que nos conduzcan al equilibrio y a la paz interior.

Fíjate: los pensamientos generan emociones y éstas nuestros comportamientos. Un buen comportamiento supone mejora de autoestima. En cambio, un mal comportamiento, la empeora y la debilita.

Tenemos aproximadamente 70.000 pensamientos diarios, que no son otra cosa que propuestas del cerebro. Estos pensamientos filtrados por nuestras creencias generan las emociones que sentimos.

Si sentimos emociones sanas tendremos comportamientos equilibrados; y si sentimos emociones insanas (porque nuestras creencias no son las adecuadas), tendremos conductas de sufrimiento para nosotros y para los demás.

¿Qué hace que tengamos tendencia a tener un tipo u otro de creencias? Pues, las tendencias de nuestra personalidad.

La personalidad, la máscara es la herramienta del ego más potente. Es con lo que el ego nos condiciona más nuestra vida. La personalidad es la estrategia que biológicamente todos adoptamos siendo muy niños (6/7 años), y que será la misma a lo largo de toda la vida. La evolucionaremos o no, de eso dependerá que tengamos conductas maduras o inmaduras a lo largo del tiempo.

Todos conocemos personas mayores que se comportan como niños, constantemente pataletas, regañinas y maneras de hacer propias de un menor, no de un adulto. Se trata de personas que no han tenido –o quizás querido– madurar su personalidad y sufren enormemente porque tienen muy baja tolerancia a la frustración y porque se sienten siempre agredidos.

Desde la edad adulta es nuestra responsabilidad evolucionar nuestra personalidad y dejar de permitir que las creencias que arrastramos del entorno sigan influyendo en nuestra realidad.

Que nuestros hijos sufran por nuestro bajo nivel de autoconocimiento es nuestra voluntad, a menudo forjada por la poco que nos queremos y lo mucho que queremos aparentarlo. Es tu derecho y también tu deber aprender a conocerte, a descubrirte, a comprender porqué una y otra vez sigues sufriendo por las mismas creencias.

¿Vas a seguir sufriendo toda la vida por las mismas creencias sin cambiarlas?

Definitivamente sólo podemos cambiarnos a nosotros mismos, es la única aportación que podemos hacer a la humanidad, a nuestra sociedad y a nuestro entorno. Y depende exclusivamente de nuestra decisión, de querer querernos, de invertir en nosotros y no, en nuestro personaje.

La aceptación incondicional

aceptación incondicional

La aceptación incondicional no es fácil de explicar; tampoco, de entender. Pero si nos acercamos al significado de las palabras, vemos qué quiere decir: aceptarnos sin condiciones de ningún tipo, tal como somos. Con todos las zonas de luz y de oscuridad que tenemos todos.

La aceptación incondicional no está basada en lo que tenemos, ni en lo que pensamos. Tampoco en lo que sentimos. Está basada en tres argumentos irrebatibles. Porque algo tan espiritual no puede ser dependiente de juicios banales, tiene que ser depender solo de la esencia, de la más intrínseca realidad humana.

Los tres argumentos que te invito a que procures contra argumentar son:
• Somos únicos
• Estamos en constante cambio
• Somos humanos

Si haces ahora el ejercicio de debatir estos tres argumentos, posiblemente sea la primera vez que te das permiso para mirarte sin tener presente la evaluación de los otros por lo que haces, por lo que tienes o por cómo te comportas. Vemos la importancia de este tres argumentos para estimarnos y para saber quiénes somos.

La aceptación incondicional es hija del perdón, del perdón a nosotros mismos, no a los otros. A los otros los comprendemos, ¿quién somos nosotros para perdonarles? Es un adelanto importante, hacia un nivel de menor sufrimiento emocional, integrar la decisión de que nos podemos aceptar incondicionalmente porque no hay nadie más como uno mismo.

Somos absolutamente únicos, ¿te parece poco? También porque las emociones nos mueven y nunca somos el mismo. Como el río, nunca lleva la misma agua pero siempre sigue el mismo camino. Todo está en constante cambio.

Y, finalmente, porque somos humanos. De aquí se desprende el derecho a equivocarnos, a errar y también a fracasar.

Por lo tanto, te propongo que a partir de hoy, como sí de un mantra se tratara, te digas: “Me acepto incondicionalmente porque soy único, porque estoy en constante cambio y porque soy humano” y verás que conforme lo vayas integrando te irás sintiendo más bien contigo mismo. También te sentirás más libre y descargarás la mochila emocional que llevamos cargada de juicios y de conflictos no resueltos.

Aceptarse incondicionalmente quiere decir aprender a ser sin tener en cuenta el pasado, solo teniendo en cuenta el aquí y el ahora. Aceptarse incondicionalmente quiere decir vivir sin culpas ni miedos. Sin ego. Aceptarse incondicionalmente quiere decir poder observarse sin juicios ni manipulaciones. La aceptación incondicional es una de las grandes herramientas de la Inteligencia Emocional Aplicada, lo enseño y lo aprendo cada día.

La positividad ante el duelo. La magia del empeño

duelo

Albert Einstein decía “Hay una fuerza motriz más poderosa que el vapor, la electricidad y la energía atómica: La voluntad”. Y es que veía cómo de valiosa y transformadora es la fuerza de voluntad, el empeño, las ganas….

Así vi yo, por primera vez, a la abuela Lluïsa, cuando en uno de nuestros habituales paseos de fin de semana, me abordó. A sus 72 años tenía muchas preguntas a las que buscaba respuestas. Especialmente después de la muerte de su marido, hacía ya más de 2 años. Y aunque cada día estaba peor, ahí seguía caminando cada día, sin faltar uno sólo. Aunque doliese la artrosis, aunque doliese el alma.

La escuché, procuré que lo supiese, empaticé tanto como supe en ese momento, le reiteré sus dudas para que viese que la entendía y desde la perspectiva que da el respeto puse en marcha mis conocimientos, habilidades comunicativas y pasión por ayudar a los demás. Recuerdo, le pedí permiso para compartirlas con ella y le dije que creía poder darle algunas explicaciones, pero que quería asegurarme de que realmente ella las quería. Clavó el bastón en la tierra y dijo: “Sí, quiero que me diga lo que usted piensa.”. Y, claro, se lo dije.

Le dije que pensaba que no había superado aún el dolor emocional por la muerte de su marido, que pensaba que ella no entendía el porqué la vida le parecía tan injusta, que fue todo tan rápido que no tuvo tiempo, que ella pensaba aún que podía haber hecho más… También que, al bajar la guardia emocional, el cuerpo había aprovechado para manifestar su dolor en forma de diversas enfermedades.

Nos pusimos a trabajar la TREC (terapia racional emotiva conductual), que yo había aprendido –y todavía aprendo– cuando seguí y superé mi proceso de ansiedad, de la mano de Albert Ellis, y guiado por el famoso psicólogo experto en psicología cognitiva y amigo Rafael Santandreu.

Mi mayor duda era si en sólo nuestros paseos, sin más armas que los dibujos hechos en el suelo, los escritos que me preparaba en mi Iphone, mi oratoria y mi capacidad persuasiva serían suficientes para ayudarla. Siempre tengo en mente que puedo, que sé que puedo, pero esta vez el reto no era fácil. Pero no contaba yo con ella… Con su entereza y dignidad, con su compañerismo, con su complicidad y confianza plena en mí.

Durante todo el proceso que hicimos durante 13 meses, tratamos cada tema con cariño, pero insistiendo día tras día. Por la noche, la abuela Lluïsa, cuando se acostaba, recordaba todo lo que habíamos comentado, iba asumiendo los conocimientos y el cambio de paradigma, que supone aprender a aceptar incondicionalmente a sí misma, su situación y la vida, pilares básicos de la TREC.

Al final del verano, Lluïsa quiso celebrar su clara mejoría emocional junto a sus hermanos Dolores y Miguel con coca y cava en una fuente cercana. Fue un ritual de manifestación de su clara mejoría porque se reafirmó incondicionalmente al compartirlo con su familia. Así que decidí escribirle una carta y regalársela para que no olvidara el poderoso proceso que había hecho y que yo había tenido el privilegio de acompañar. Una carta que aún guarda su hermana como un tesoro de la fortaleza de su hermana Lluïsa.

Ella fue mi primer acompañamiento y con ella descubrí mi verdadero propósito: Ayudar a los demás a conseguir el bienestar emocional que tanto desean. Mi mayor respeto por quién busca ayuda cuando la necesita, porque no se engañan, ni a ellos ni a su entorno, porque facilitan la oportunidad de ser felices todos.

 

Foto: Sebastian Unrau. Unsplash.

¿Perdonar a los otros o perdonarnos?

perdonar a los otros

No hay nada que perdonar a los otros, solo hay que comprenderlos. ¿Quién se siente suficiente juez para perdonar a otro persona? A menudo nos decimos “No lo perdono porque no se lo merece”. ¡Qué locura! ¡Qué juicio tanto injusto!

Lo que sí hace falta es perdonarnos a nosotros, dejar de culparnos y victimizarnos, para no culpar los otros cuando no nos responsabilizamos de nuestra parte de la relación. Si nos perdonamos dejamos atrás las enormes culpas que sentimos y que no son justas ni con nosotros ni con el entorno con quien las volcamos.

¿Cómo queremos comprender los otros si no nos perdonamos nosotros?

Culpamos los otros porque no somos capaces de asumir que en todas las relaciones tenemos la mitad de la responsabilidad. Somos parte del bucle creado porque nosotros, igual que el otro, hemos cambiado el comportamiento hacia el otro y esto nos cuesta mucho de aceptar. El ego nos guía a  culpar a quien tenemos delante por no sufrir y esto, en realidad, es lo que más sufrimiento nos provoca y no nos damos cuenta.

Tenemos que aprender que nuestra lógica es solo nuestra. Que los otros son también únicos y, por lo tanto, diferentes a nosotros. Tienen una mirada diferente a la nuestra, pero es igualmente válida.

¿Nos hemos preguntado por qué lo que hacen otros lo vivimos, a menudo, como un ataque personal?

Si me respeto, respeto el camino de los otros, su proceso de crecimiento y no los juzgo. Así pues, no me hacen daño sus comportamientos y, por lo tanto, no hay nada que perdonar, solo comprender, aceptarme incondicionalmente y, en consecuencia, también a los otros.

En resumen se trata de superar las propias culpas, de perdonarnos primero a nosotros mismos y desde este estadio más sereno podamos perfectamente excluir el juicio de lo que hacen los otros. Por lo tanto, ya no culparemos a nadie y esto hará que dejamos de sufrir, aceptando la realidad del que pasa. Quizás no nos gustarán conductas determinadas, pero no sufriremos más.