Interés, necesidad y el deseo desbordado que todo lo transforma

En nuestra cultura se perciben negativamente las personas “interesadas”. Las catalogamos de egoístas, personas que exclusivamente quieren su propio beneficio. En cambio, percibimos mejor las personas “necesitadas” puesto que las etiquetamos de dependientes; por lo tanto, de proclives a ser condescendientemente ayudadas porque decimos que nos hacen pena.

De interesados y necesidades lo somos todos. No hay que catalogar ni etiquetar. Menos aún despreciar por tener interés o necesidad, cualidades inherentes al ser humano que, al poner emoción, transformamos en deseo. El interés y la necesidad son motores de motivaciones y propósitos que hacen que el mundo funcione, que hacen que el ser humano no quede parado y que evolucione en todos los ámbitos.

Lo que criticamos es el comportamiento teñido por el deseo imperativo. Tanto el interés natural como la necesidad los dotamos de la exigencia de que esté en el momento, que sea nuestro al precio que sea o de que cumplamos el deseo por encima de cualquier interés o necesidad de otro. Es el ego en estado puro.

Nos damos cuenta si unas cualidades fundamentales para el crecimiento humano han pasado a ser ya herramientas de nuestra personalidad y nos alejamos de la esencia en la que sería deseable se mantuviera, observando si los comportamientos son avariciosos, victimistas o manipulativos. Cuando las personas deciden que su interés o necesidad, sin filtros ni ponderaciones, pasan a ser prioritarios e imperativos para ellos, sus comportamientos necesariamente se vuelven egoístas.

También llenos de intencionalidad de poder y control sobre personas, cosas o situaciones. Han trasladado una realidad natural al mundo de la mente, al alcance de la personalidad que le reclamará la urgencia y la obligatoriedad que aquel deseo sea cumplido, sea conseguido para llenar la vanidad, el orgullo o las carencias emocionales propias de la baja autoestima.

Cuando nos dejamos llevar por los intensos deseos del ego, que transforma necesidades básicas en imperiosas o intereses elementales en imprescindibles, pasamos a un estadio de profundo malestar porque ya no queremos ser, queremos tener. Es como perseguir una zanahoria ante la nariz, que no llegamos nunca a comernos.

Es fácil que el deseo nos lleve al egoísmo, la emoción mal gestionada nos lleva a sentirnos aquello que precisamente no queremos ser: los súbditos de nuestra personalidad que demanda poder y control.

Afrontar y confrontar, dos actitudes para crecer

Afrontar los otros y confrontarnos a nosotros mismos son dos actitudes para crecer como personas. Cuando aceptamos la propia realidad y nos aceptamos sin máscara, sin huir de nosotros, estamos creciendo como seres humanos.

Confrontar quiere decir cuestionarnos, posar en entredicho nuestras creencias y maneras de hacer. Dudar de nuestras razones. Si nos confrontamos y nos preguntamos a nosotros mismos qué creencias tenemos, estamos sembrando las semillas del autoconocimiento, estamos mejorando nuestro nivel de conciencia y responsabilizándonos de la propia felicidad; en definitiva, de la propia vida.

Confrontarnos siempre ayuda a subir la autoestima porque es un trabajo en nosotros, sin testigos. Por lo tanto, aprendemos a admitir que nuestra razón, como todas, es unilateral y que estamos condicionados por nuestras creencias, fruto de nuestra interpretación de lo que hemos vivido y de qué herramientas hemos tenido a nuestro alcance.

Si nos decidimos a confrontarnos –que quiere decir preguntarnos si es nuestra personalidad (la máscara) o bien nuestra esencia (lo que somos) quién gobierna nuestras emociones–, en nuestra vida acontecerá fácilmente la posibilidad de solucionar los conflictos con los otros con toda naturalidad ya que primero hemos sido capaces de resolverlos con nosotros.

Nos habremos acostumbrado a mirarnos al espejo, no a esquivarnos. Nos habremos acostumbrado a responsabilizarnos y no a culpar los otros. Y, por lo tanto, no tendremos miedos ni nos hará falta la aprobación de los otros. Viviremos con libertad emocional.

Y así dejaremos de sufrir por el juicio de los otros, porque en la confrontación, ya hay un alto grado de humildad, de admitir que no van bien algunas cosas, que no nos gestionamos del todo bien ni nosotros, ni los otros, ni tampoco algunas de las situaciones que se van creando a lo largo del tiempo.

La manera de aprender no es preguntarnos el porqué de un hecho o de otro, el motivo por el cual una emoción u otra me hace sufrir o no hemos sabido conciliar. Responder los porqués nos abre las puertas a más preguntas ya que que los porqués son infinitos.

La pregunta que nos tendríamos que hacer es el cómo, por ejemplo:

• ¿Cómo he hecho que se ha dado esta circunstancia?
• ¿Cómo he pensado para llegar a este estado de sufrimiento?
• ¿Cómo lo he dicho que el otro lo ha interpretado diferente de lo que yo sentía?
• ¿Cómo puedo hacerlo mejor la próxima vez?

Al final, confrontar es ponerse frente a frente con un mismo, herramienta imprescindible para crecer, para ser libres emocionalmente y, sobre todo, para no engañarnos más a nosotros mismos. También para reconocer la máscara de la personalidad que, hasta que no la identifiquemos y evolucionamos, nos está gobernando nuestras creencias y comportamientos.