La envidia, una declaración de inferioridad

La envidia es un continuo estado de alerta y comparación con otros. No quiere solo lo que tú tienes, directamente quiere que no lo tengas. Confiar salir bien parado de las comparaciones constantes y neuróticas es casi una utopía.

Los que sienten envidia se comparan y, al final, siempre pierden. Nunca ganan. No emiten comparación para ganar sino para afianzar su sufrimiento, para darse la razón desde su perspectiva de víctima.

Al compararse con otros, la persona envidiosa siempre se ve peor, menos feliz, con menos posibilidades y menos válida. Para compensar su sufrimiento, en los peores casos, busca excusas para paliar el profundo dolor emocional, diciéndose que los demás no la entienden porque es diferente y, sobre todo, especial.

El insufrible padecimiento emocional que provoca la envidia aleja de la realidad a las personas que la sienten continuamente. Crean un mundo de insinceridad, de imaginación alrededor de ideas desacertadas y de derechos otorgados por uno mismo y justificados diciéndose que la vida, al dotarles de tan baja autoestima, les ha tratado mal.

Piensan que la vida les debe una porque no se ven capaces de superar la carencia que sienten, porque no se aceptan, no se gustan y culpan a la vida y a los demás. Cuando lo que deberían hacer es responsabilizarse de su vida y sus cualidades optimizando sus mejores habilidades, admitiendo las mejorables y, sobre todo, mirándose en su espejo y no, en otros. A menudo el sufrimiento también les invade con pensamientos vengativos. Sueñan con un día tener el poder para humillar a todos aquellos que han rechazado sus comportamientos envidiosos.

A la persona envidiosa le cuesta mucho verse desde fuera. Son grandes conocedores de sí mismos pero sin ánimo de cambiar, sino de perpetuar su comparativa. Buscan provocar la pena en los demás porque piensan que, de esta forma, recibirán lo que les falta.

La envidia a menudo produce rechazo. No, de la persona sino de la conducta que sostiene: A esa manera de hacer tan peculiar que emite juicios constantes y hace sentirse observado por los demás.

Sin darse cuenta, las personas envidiosas agreden a los demás con la intención de rebajarles para, ni que sea por un momento, sentirse en igualdad de plano y de condiciones. Ese comportamiento agresivo dificulta las relaciones sanas ya que se percibe como un ataque a la esencia de uno mismo. Es como una lanza punzante que te clavan por un instante.

Por otro lado, la vergüenza es mirar dentro de uno mismo y no gustarse. Y, además, hacer todo lo posible para que fuera no vean lo que uno ve dentro y evitar a toda costa que no salga eso que uno mismo percibe como tan vergonzoso.

Esa vergüenza, las personas envidiosas la sienten a menudo. No se gustan y el hecho de seguir comparándose buscando un día gustarse por compararse con alguien peor, hace que se sientan muy avergonzadas. Y esta conducta, al final, perpetúa la envidia. Es un bucle.

Todo final es fruto de un inicio. La envidia a menudo lleva a lo insufrible, a un ego de altos vuelos con unas conductas difícilmente asumibles por el entorno. La envidia es superable, es sanable pero se necesita decisión, valor y coraje para enfrentarse al mundo sin decirse que se es menos, que la vida les trata con inferioridad, que los demás son mejores.

Si sientes envidia, empieza por aceptarla. Procura no querer superar a los demás y busca superarte a ti mismo. No te falta nada, solo lo has interpretado así.

 

Foto: Artem Beliakin. Unsplash.

La expectativa, el preámbulo de la decepción

La expectativa es la trampa que planta el ego para sufrir decepción. El dolor emocional es opcional. Es decir, a pesar de sentir profunda decepción puedo elegir cómo sentirme: si culpar a otro o a mí mismo o bien si seguir manteniendo la expectativa o retirándola.

Te libero, me libero. Así se sale de la expectativa que hemos puesto en otro y que tiene que ver con nuestra necesidad neurótica de control sobre alguien.

Nos decepcionamos cuando otros no cumplen nuestras expectativas. Pero es que son las nuestras y no, las de ellos. Cada uno, si así lo quiere, puede cumplir sus propias expectativas. Pero eso de asignarles a otros nuestras expectativas con excusas tan banales como “es por su bien”, “si hiciese lo que le digo, sería mejor” o “con lo fácil que se lo pongo”, solo lleva a esperar, inútilmente, que otro cumpla con nuestro deseo, sin tener en cuenta que no es el deseo del otro. Estas y otras muchas argucias de nuestro ego actúan como detonantes de profundas decepciones.

Solo somos responsables de nuestro comportamiento, de ningún otro. Y, además, debemos procurar no interferir en el crecimiento de los demás, pretendiendo que otros cumplan con nuestras frustraciones o carencias, dirigiendo sus comportamientos. El caso es que nos cuesta mucho reconocer las expectativas que nosotros ponemos en otros porque las proyectamos con tanta ingenuidad como imperativamente.

¿Qué es una expectativa pues?

Es aquello que esperamos de los demás, de una manera unilateral, tanto si se las comunicamos como si no lo hacemos. Hay quien le dice a sus hijos constantemente qué espera de ellos, cuál es su expectativa a cambio de ser aprobado y querido. Y esa manifiesta expectativa, normalmente, es como una culpa que arrastra el hijo que no se atreve a defraudar. El peso es insoportable.

Y hay quien no comunica su expectativa sobre su hijo/a, pero el deseo que se cumpla gobierna todas las interacciones. Se vive desde el parámetro de que un hijo o hija debe cumplir con la ilusión, con la frustración de algunos de los padres, o de ambos. Qué manera de cortarles las alas, de condicionarles injustamente y de mantenerles en vilo constantemente por el miedo que sienten a defraudar a esos padres que no escuchan, solo hablan.

Poner expectativas en otros es como otorgarnos el papel de salvador de alguien, porque la coletilla de la expectativa es siempre: es por su beneficio o interés. Cuando, claramente, es sólo nuestro. Nadie necesita salvadores. Quién necesita ayuda u otra opinión ya la pide. Tratar a los demás con respeto, de tú a tú, aceptando a todo el mundo como es, es una forma sana de permitir a todo el mundo hacer con su vida lo que crea oportuno, sin imposiciones ya que es su vida.

Una expectativa es una mala pasada que le hacemos a la relación, le cargamos con una mochila solo necesaria para nosotros, y lo hacemos injustamente. Esta relación no durará con el tiempo o se deteriorará irreversiblemente porque no es sana, está condenada al fracaso por responsabilidad nuestra porque un día decidimos que otra persona debía llenar nuestros vacíos.

Mejor nos responsabilizamos de aquello que está en nuestros manos. Si queremos algo de alguien, le pedimos su opinión. Si acaso, le motivamos pero siempre sin condicionantes a cumplir, sin objetivos nuestros y entendiendo que no son los demás quienes deben cumplir nuestros sueños. Somos cada uno de nosotros. 

 

Foto: Mag Pole. Unsplash.

El odio, virus emocional

El odio, en contra de lo que piensa el que lo siente, va en contra de uno mismo. Es un virus emocional que está en nosotros y que ingenuamente proyectamos en los demás, pero no les alcanza.

Nos corroe por dentro cuando decidimos culpar a otros –que no tienen ninguna responsabilidad– de lo que no está resuelto en nosotros mismos. Queremos que paguen sus errores y ofensas y no nos damos cuenta que, odiando, pagamos un alto precio por el deseo de destrucción y dolor hacia el otro.

El odio clama venganza y esta se vuelve contra uno mismo. Es como tomar veneno y esperar que sea otro el que muera… El odio es autodestructivo.

Tras el resentimiento y el odio se esconden grandes dosis de culpabilidad, de envidia o de celos. Por lo tanto, de vulnerabilidades no reconocidas, de mejoras pendientes de autoconocimiento. Se odia a quien se admira y a quien se desprecia. También, a quien se quiere y a quien se teme.

Te odio y me odio porque no me quieres. Del amor al odio hay sólo un paso, pero hay muchos más pasos, más resistencias del odio al amor.

Siempre estamos en un bucle, siempre intentamos en vano que nos pida perdón y los otros se humillen porque merecen ser castigados. !Qué locura! Somos nuestros verdugos inconscientes.

Hay algunos que reconocer que sienten odio, les produce vergüenza o, incluso, miedo de sí mismos. Otros, viven siempre odiando, odiándose. El odio se transmite de generación en generación porque sí y esto acaba provocando odios que no se discuten, que no se cuestionan. Odiar se convierte en una manera de supervivencia, cuando la realidad es que se trata de la muerte en vida. ¡No vale la pena odiar!

Odiar es el ego en su estado máximo, es no conocernos, es no aceptarnos. Odiando lo que manifestamos es el deseo de destrucción, de sufrimiento y control ajeno. Es un bucle de profundo sentimiento, de emociones de asco, desprecio y repulsa, que hará sufrir inmensamente a todo el que lo vive.

Revisemos si sentimos eso:

Cuando queremos atacar a otro en su esencia, deseamos la oportunidad de rechazarlo profundamente y mantenemos un rencor sostenido, estamos en el pozo. Es un juicio que emitimos sobre otro, queremos tener razón, toda la razón y desde el victimismo, odiamos. Lo odiamos por el mero hecho de existir, le declaramos culpable de estar vivo, necesitamos castigarlo porque no tenemos otras herramientas emocionales y porque vivimos pegados a nuestro ego. Hemos interpretado un acto suyo como imperdonable. Nos decimos que debe ser destruido, que no puede salir impune. Nos convertimos en juez y parte. Nos creemos con derecho a controlar la vida de otro, con poder sobre él.

El odio, en realidad, es muy ingenuo. Es un tóxico profundamente infantil, inmaduro. Todo ese daño que proyecta en el otro, el cual ni se entera, recae en uno mismo. Es lanzar un escupitajo al aire y que se encastre en nuestra propia cara.

Las consecuencias para uno mismo pueden ser penosamente largas y duras, de alta dificultad de superación. Una mochila emocional de peso insostenible. Por cierto, incompatible con la felicidad. Quien odia está inmerso en odio. No hay más. Solo odio.

Esto acaba provocando que haya quien envejece anticipadamente, se les ve, se nota en su comportamiento, en su manera de interactuar con el mundo. ¡Qué pena malbaratar una vida por no ser capaces de resolver un conflicto con uno mismo!

Ofrecemos a los demás nuestro contenido, de lo que están llenas nuestras mochilas, nuestro depósito. ¿Qué tienes dentro?

Perdonar y olvidar y si no podemos olvidar, al menos aprender a soltar. Porque si no lo hacemos, vamos con una bala en la recámara, que antes o después se disparará y nos llevará de nuevo al pozo, al sufrimiento.

No hay nada que odiar solo hay que entender y, especialmente, entendernos.

Donantes y receptores de energía

Hay personas que somos, claramente, donantes de energía: Ofrecemos a los demás entusiasmo, una sonrisa… Desde la sincera empatía, compartimos la actitud adecuada que se necesita para tirar hacia delante en todo momento.

Esta oferta es fruto de la generosidad. También porque sabemos que, bien por experiencia o por intuición, no nos quedamos nunca sin energía aunque se la ofrezcamos a los demás. En los casos que dejamos de ofrecerla no es por miedo a quedarnos sin, es porque la relación ya nos ha fatigado. Hemos ofrecido nuestra energía con el fin de que el otro se supere y lo que ocurre es que se acostumbra a no usar la suya, sino la nuestra. En estos casos, debemos retirarnos. Porque con nuestro comportamiento estamos impidiendo que el otro crezca, que use su propia energía.

Todos tenemos la misma. La diferencia está en si la usamos o no.

Todo esto de la energía me recuerda a las dinamos antiguas de las bicicletas (no sé si aún actuales) en que la fricción producida entre la dinamo y la rueda de la bicicleta proveía de luz el foco delantero de una manera constante, sin pérdida en ningún momento. De la misma forma sucede en nosotros: la energía que ofrecemos a los demás se multiplica también para nosotros; la que permitimos que se nos lleven, nos agota.

No importa ofrecer parte de nuestra energía a otros, pero como todo en la vida, ha de tener unos límites. Son necesarios pactos para evitar que los receptores se acostumbren a no fabricar su propia de energía. Piensa que los receptores de energía, en su diálogo interno, se dicen que no disponen de su dinamo, porque ya te tienen a ti.

Tener una energía ajena, que se puede interpretar como una atención personalizada o estima privilegiada, es fuente de muchas decepciones, de muchos malentendidos que se proyectarán en la relación y que, con el paso del tiempo, pueden generar inestabilidad o acabar con ella. Si damos energía, debemos ser prudentes y también responsables de no generar dependencia de nuestra generosidad.

Por un lado hay quién te percibe (tu comportamiento tiene que procurar evitarlo) como un “salvador energético”, como un proveedor. Por lo tanto, su estrategia irá dirigida a obtener tu atención y explicarte sus problemas. Normalmente, sin ningún interés por los tuyos. En este caso, la demanda energética es muy egoísta en su conducta.

Y, por otro lado, los donantes se irán cansando de la poca reciprocidad que tienen estas relaciones. Y, a pesar de dar alguna nueva oportunidad, finalmente dejarán la relación por el sobrepeso que supone y por la fatiga mental y emocional que representa hacerse cargo de la energía de otro continuamente. Es un peso difícil de llevar aún sin juicio ni culpa.

La solución:

Debemos procurar que haya equilibrio entre las balanzas emocionales. Los donantes debemos responsabilizarnos de aquello que ofrecemos y en qué medida. Los receptores, en cambio, de no desequilibrar, con su demanda, la balanza emocional.

Es un juego de tendencias. El demandante necesita cada vez más energía, justo lo contrario que espera el donante, que lo que pretende es ayudar con su energía a levantar un vuelo, no a nutrir un viaje completo. Es aquí donde yace el conflicto.

Por lo tanto, es necesario que se acuerden los límites al inicio de una relación entre donantes y demandantes de energía. Con más responsabilidad por parte del donante, que es quien tiene menos necesidad de estas relaciones.

Los receptores deberán darse cuenta que esta energía gratuita no es eterna, es temporal. Por lo tanto, deben demandar con prudencia. Si no lo hacen, estas relaciones acaban por sucumbir y perderán aquello que tanto aprecian por no haber hecho un bueno uso de sus demandas, llevados por las necesidades exageradamente neurotizadas.

De hecho, no es sólo a personas, que los demandantes solicitan. Es también a la vida, al universo y a las circunstancias que viven en cada momento, porque no tienen conciencia de tener su propia dinamo.

Hay ahí un posicionamiento pasivo (que alguien me dé) y obvia la responsabilidad de sostenerse energéticamente por sí mismo. La comunicación que se emite en las demandas que están en desequilibrio, normalmente, tiene conductas manipulativas, indirectas.

Debemos mirar las relaciones como si fuesen vasos comunicantes. Mientras ambos vasos disponen de volúmenes parecidos de energía, se pueden comunicar, fluyen y se retroalimentan. En cambio, cuando un vaso pierde su energía se vuelve demandante. Esta demanda deberá ir acompañada de energía propia y de una actitud de recuperación. Si no se hace así, la relación quedará descompensada y más tarde o más temprano se perderá.

Es un hecho incuestionable que cuando ofrecemos a los demás nuestra energía constantemente les estamos haciendo un flaco favor. Aún cuando algunos tipos de personalidad más manipuladoras lo usan como una herramienta de chantaje emocional para seguir alimentando su narcisismo, creando una relación cautiva.

Por lo tanto, debemos ser responsables de la energía que ofrecemos y de la que recibimos. No hay relaciones sanas sin equilibrio emocional y energético. Los pesos iguales o similares crean relaciones de crecimiento mutuo, las desequilibradas no.

 

Foto: Riccardo Annandale. Unsplash.

La mentira, el engaño y el autoengaño

Aprendemos a mentir, porque de niños vemos que los adultos lo hacen y no hay consecuencias para ellos, quedan impunes, nadie castiga a los adultos que mienten. Por lo tanto, a esas edades tempranas, se aprende que se puede tomar la mentira como herramienta para ofrecer una mejor imagen de uno mismo y hacerlo sin consecuencias.

La mentira es una conducta adaptativa. Quien miente con frecuencia lo hace buscando la estima de los demás, su aprobación. En definitiva, quedar mejor de lo que se es. Cuando alguien miente, emite un juicio de valor sobre sus propios actos y desde la baja autoestima, desde el no gustarse, desde el no sentirse bien con uno mismo, como si quisiera ser de otra manera.

Cada mentira aplaza la decisión de empezar a ser quien le gustaría ser.

La mentira es una táctica a corto plazo para sobrevivir emocionalmente, para ganar aprobación, para no defraudar, siendo fraudulento y aplazando las consecuencias que irán aumentando a medida que pasa el tiempo mintiendo. Se está sembrando el autoengaño.

La mentira no acepta la realidad, la desfigura. Porque los diagnósticos sobre uno mismo son juicios severos, falsos y desviados del ser humano que ya se es. Quien miente a menudo hace que cada vez más se aleje lo imaginario de la realidad.

Mentira, engaño y autoengaño tienen en común que la realidad se percibe como no aceptable.

La mentira es compulsiva, es ingenua, es sólo adaptación al momento, un hábito defensivo que pretende adaptarse al entorno. Esa compulsión es la que hace que cuando a un mentiroso le dices que está mintiendo se pone a la defensiva agresivamente, siente que no puede admitir la mentira, porque caería en pedazos su ilusoria imagen de sí mismo, percibe un ataque a su personaje, de quien cree que pende su esencia, su verdadero valor.

En cambio, el engaño ya es un paso más. Se trata de la mentira con estrategia, con interés percibido como no demasiado confesable por su autor. Aplaza la consecuencia de encontrarse con uno mismo intencionadamente.

El engaño busca premeditadamente vencer con trampas, con malas artes. No tiene argumentos sanos quien engaña. El engaño es la decisión de mentir en el momento que quiere, de la forma pensada y sobre lo que interesa conseguir.

La intolerancia que sentimos hacia la mentira y el engaño es fruto de la interpretación de su intencionalidad. A más intencionalidad, menos tolerancia.

En ambos casos, ni en la mentira como hábito, ni en el engaño como táctica para superar a los demás, la felicidad es sostenible, en ninguno de los dos. Y entonces, llega el autoengaño: cuando uno ha mentido tanto que se crees sus propias mentiras. En este estadio cuesta incluso detectar las mentiras o engaños, pues quien se autoengaña se ha convencido de otra realidad que ha creado para sí mismo y aquí no hay remordimiento ni vergüenza. Solo alejamiento. Es la gran evasión de uno mismo.

En el autoengaño se ha perdido el rumbo.

Sin nivel alguno de conciencia, se vive en un mundo de fantasía y en constante huída hacia adelante sin encontrarse. No coinciden nunca la realidad con la percepción de uno mismo. Por lo tanto, se deterioran mucho las relaciones, no se sostienen.

La sinceridad es el antídoto. La llave es el no-juicio y la sana autoestima basada en lo que somos, no en lo que interpretamos que los demás esperan de nosotros y la necesidad neurótica que tenemos de agradarles. Porque en nuestro juicio injustamente nos hemos dicho que no nos gustamos, que deberíamos ser mejores.

Es bueno que tomemos conciencia de enseñar a nuestros menores las desventajas enormes de mentir o engañar. Les enseñaremos a aceptarse por lo que son, a posponer las recompensas y a frustrarse. A aceptar que la realidad no es siempre como uno quiere pero que eso no justifica mentir, ni mentirse. Les enseñaremos a tener interés por las consecuencias de sus actos.

 

Exigencia neurótica: Qué es y cómo superarla

Las exigencias neuróticas son interpretaciones que hacemos inconscientemente. Interpretaciones que, aunque podemos tomar consciencia de ellas, son inconscientes y, de una manera recurrente y compulsiva, se van repitiendo en nuestro día a día. Se repiten una y otra vez hasta que un día decidimos hacer un cambio de actitud y un cambio de creencias. Es entonces cuando empezamos a interpretar de una manera mejor nuestra realidad pasada, presente y futura para dejar de sufrir emocionalmente.

En sí misma la exigencia –neurótica o no– nos lleva siempre a la frustración y, por lo tanto, al sufrimiento. En nuestro diálogo interno, si nos instalamos en la exigencia, no dejamos alternativa a nuestra mente a que la realidad sea diferente. Es decir, la exigencia es muy autoritaria y no permite otra posibilidad ya que está basada, normalmente, en un interés personal inmediato, de gratificación y que sea ¡ya!

  • Ejemplo de exigencia: Tengo que llevarme bien con todos mis compañeros de trabajo.
  • Ejemplo de preferencia: Me gustaría llevarme bien con todos mis compañeros de trabajo.

Podemos ver cómo en el primer ejemplo es fácil que no se cumpla la exigencia. Por lo tanto, sufriremos. En cambio, en el ejemplo segundo se percibe como, si no se cumple, nos damos una alternativa y, por lo tanto, no padeceremos emocionalmente.

La exigencia repetitiva hace que entremos en un bucle inconsciente y constante de necesidad, que acaba convirtiéndose en neurótico y nos supone un sufrimiento exagerado. Esto tiene consecuencias en nuestro comportamiento y en cómo tratamos a los otros. Y es que los demás perciben nuestra exigencia neurótica como un síntoma de egoísmo y de menosprecio. También tendemos a culpar a los demás de los propios errores, dificultando enormemente, las relaciones sanas y duraderas.

Las tres grandes exigencias de cualquier ser humano son:

1. La vida y la profesión deben tratarme bien siempre.
Fijémonos como la necesidad exigente es en sí misma una neura, pues es evidente que la vida no es justa… ¿Cómo interpretamos pues que haya tantas personas que pasan hambre? ¿O esos padres que han perdido una hija o un hijo? ¿O esas personas que tienen muchas menos oportunidades desde su nacimiento por el mero hecho de ser nacidos aquí o allá? Etc.

2. Los demás, todos, deben respetarme.
En este caso la necesidad neurótica exigente la volcamos en lo ajeno, basados en la creencia que somos responsables del comportamiento de los demás. Es decir, como yo respeto a los demás, estos deben respetarme a mí. Y lo cierto es que ni todos tenemos el mismo concepto de respeto, ni mucho menos está basado en los mismos principios.
Por lo tanto, para no sufrir neuróticamente y responsabilizarnos sólo de nuestro comportamiento, podemos pasar a pensar: “Yo respeto a los demás y éstos que decidan libremente qué prefieren hacer con su comportamiento –respetarme o no–. En ningún caso dejaré que el comportamiento ajeno –aún cuando no sea respetuoso conmigo– me haga sufrir ya que no es mi responsabilidad.”

3.Tengo que ser y hacer las cosas perfectas. ¡Todo y siempre!
Aquí la irracionalidad de la exigencia neurótica está basada en cómo queremos que nos vean los demás. Exageramos el valor de la opinión de los otros. Si nuestra búsqueda es la perfección, al no existir, constituye en sí misma una fuente constante de sufrimiento neurótico. Y es que los seres humanos somos intrínsecamente imperfectos, por naturaleza.

Al repasar estas tres grandes exigencias irracionales y, por lo tanto, de sufrimiento exagerado y neurótico podemos ver cómo pertenecen a tres niveles diferentes vitales, a tres “cosmos” de interacción emocional. El primero alude a la vida, al universo… El segundo apela a los demás. Y, finalmente, el tercero y último se dirige hacia nosotros mismos.

Para superar estas exigencias neuróticas nos ayudará mucho “diagnosticar” adecuadamente nuestro diálogo interno, lo que nos decimos a nosotros mismos. También confrontarnos con nuestras tendencias de comportamiento y personalidad. Además podemos transformar las creencias irracionales y exigentes en creencias racionales y preferentes cuestionándonos nuestras interpretaciones de la realidad y relativizando su efecto terribilizador e insoportable. Por eso, siempre recomiendo que se busque ayuda de un profesional, si no se sabe por dónde empezar a hacerlo.

 

Foto: Nik Shuliahnin

Vivir sin culpas y sin miedos es posible

Las culpas y los miedos son las dos caras de una misma moneda

Cuando sentimos culpa, nos invade el miedo. Miedo a la no aprobación de los otros, miedo al juicio sobre nuestra conducta, miedo al rechazo, al ridículo, al no, a perder o al fracaso. Y cuando sentimos miedo nos hacemos culpables de nuestra inseguridad, de nuestra flaqueza y vulnerabilidad. Miedo de nuestro miedo, también a lo desconocido y sobre todo a lo terrible. Por lo tanto, aparentemente, tenemos una moneda de dos caras que parecen la misma.

En cuanto a la culpa tenemos dos alternativas claras y será nuestro grado de madurez emocional que decide dónde vamos: si a la responsabilidad o al victimismo. Si en ese momento que nos sentimos culpables nos preguntamos: ¿Qué puedo hacer para mejorar esta situación que me hace sentir culpable? Nos estaremos responsabilizando y no permitiremos a nuestro ego se salga con la suya y, por lo tanto, dejaremos de sufrir. Esta decisión nos llevará sin duda a mejorar la situación, a resolver el conflicto y restaurar la paz emocional.

La otra alternativa, la más débil emocional y de más calado social desgraciadamente, es la decisión de ir a la victimización. Nos sentimos culpables por haber hecho algo mal y la victimización perpetúa esa culpa porque nos estamos diciendo que somos malos, que hemos obrado con egoísmo, irresponsablemente. Entramos en queja constante, refunfuñando y protestando y todo eso se vuelve contra nosotros, nos lleva directos a perpetuar el sufrimiento.

Además desde la victimización nos atrevemos a todo, con nosotros y también con el entorno. Nos culpamos y proyectamos esa culpa defensivamente en los demás. Les culpamos de nuestra culpa no resuelta por no responsabilizarnos.

Veamos la realidad:

Nos sentimos culpables, pero ¿somos culpables? La culpa no existe como tal, es una emoción interpretativa, socialmente muy instalada, pero que está basada en una creencia irracional: la de que merecemos la culpa porque hemos obrado mal, como si no fuésemos humanos que se equivocan. Nos han educado en el premio y el castigo, no en las simples consecuencias de nuestros actos.

Las consecuencias no emiten juicio, solo es lo que ocurre por sembrar de una u otra manera. La consecuencia de un mal acto no es insufrible, no nos hace malas personas. Somos buenas personas con malos comportamientos. Cuando hemos cometido un error, anhelamos el perdón de los demás. ¿Qué nos hace pensar que a los demás no les ocurre lo mismo?

Ya nos hemos quedado sin una cara de la moneda: ¡la culpa no existe!

El miedo es la emoción más primaria del ser humano. Al inicio se trataba de decidir si ante el peligro huíamos o nos enfrentábamos. Nos ha ayudado a la supervivencia como especie. Nos alerta del peligro, de los riesgos. Nos pone en guardia, nos previene para que preparemos nuestras habilidades para actuar de una u otra manera: huir o enfrentar.

Ese miedo ancestral, hoy, sólo tiene sentido en casos de extrema gravedad. No me refiero a ese miedo que sigue vigente en nosotros para ocasiones muy extremas. Me refiero a esos miedos que nos llevan al pasado que no podemos cambiar, o al futuro que aún no existe, a terribilizar situaciones que no son tan insoportables. Son mucho más racionales, pero nuestra mente tiende a ello, fruto de nuestras inseguridades y de la poca fortaleza emocional.

La cautela, la prudencia y el interés por las consecuencias de nuestros comportamientos son actitudes, derivadas del miedo, que no lo exageran y por tanto no nos invalida o bloquea. Esos miedos sobre el futuro que tanto nos hacen sufrir son exageraciones de nuestra mente porque nos estamos diciendo: si ocurre esto o aquello será terrible y no lo podré soportar. O en verbo pasado: porque ha ocurrido esto es terrible y no lo puedo soportar.

Si no pudiésemos soportarlo, estaríamos muertos. Si todo lo que nuestra mente exagera fuese tan terrible, el mundo sería insoportable. ¿Cuántas personas pasan tantas noches sin dormir por culpas y miedos sacados de quicio no racionalizados? Culpas y miedos que solo están en nuestra imaginación y que a medida que crece la exageración nos sentimos más y más pequeños.

Nos hemos quedado sin la segunda cara de la moneda.

Me pregunto: ¿Y sin las dos caras de la moneda, con qué compraremos a partir de ahora nuestro victimismo?

 

Foto: Verne Ho. Unsplash.

Del ego a la esencia: El camino de la felicidad

Las emociones son vivencias que tienen cara. Las podemos ver y reconocer en nosotros y en los demás. Son respuestas químicas del cuerpo en consonancia con los pensamientos que tenemos. Las emociones las sentimos, las percibimos en los otros. Delatan qué nos estamos diciendo, nos ayudan a entendernos y también a empatizar con los demás.

Cuando de una manera intencionada y reiterada enviamos a nuestra mente nuestras emociones, estas se convierten en sentimientos. Las emociones son siempre temporales y menos profundas. Los sentimientos son duraderos y de más calaje emocional, ahondan más en nosotros.

El bienestar emocional, esa paz interior que tanto deseamos, la alcanzamos cuando nos descubrimos, cuando aprendemos a buscar las respuestas dentro de nosotros, y no fuera. Cuando identificamos nuestras emociones y las gestionamos y también al regular nuestros impulsos.

Confrontarse es ser sincero con uno mismo. Aceptar nuestras áreas de mejora como seres humanos que somos y desde ahí iniciar un camino de superación de uno mismo: El camino de conocernos. Ver en lo que no nos gusta de los demás, lo que no tenemos resuelto en nosotros. Cuando algo nos enfada o nos domina permitimos que ejerza un poder inmenso sobre nuestra felicidad. En realidad poco debe enfadarnos porque poco hay por enjuiciar, solo hay que comprender y comprendernos.

En un lado tenemos el ego, la personalidad, los pensamientos y por tanto las creencias. También, la razón y el conocimiento. En otro, tenemos nuestra esencia, el amor universal y la estima. Además, la sabiduría y la autenticidad. En definitiva la paz interior.

¿Qué separa al ego de la esencia? ¿Qué puente hay que cruzar para cambiar de lado? ¿Cómo mejoramos nuestras tendencias de personalidad?

Propongo que sea el de los conocimientos aplicados. Gestionando nuestras emociones desde la adaptación al entorno, con humildad y perseverancia. Tenemos todos mucho conocimiento y poca sabiduría. No aplicamos lo que sabemos, lo dejamos ahí a la espera de que las situaciones mejoren sin nuestra intervención. Queremos ser felices sin contar con nosotros mismos. ¡Qué neura!

No se trata de más conocimientos. Si no de conocernos más.

Tenemos todas y todos mucho talento y un potencial increíble sin usar, escondido bajo capas de baja autoestima, de miedos y de conflictos con nosotros mismos sin resolver. Sobre todo, de desconocimiento de nuestras emociones, que son las que nos mueven, las que nos motivan a actuar de una u otra forma.

Nos desconocemos. Vivimos de espaldas a quién somos, aparentando o luciendo lo que compramos con dinero y quedándonos escondidos a la sombra de nuestro ser, como si nos avergonzáramos de nuestra humanidad. Confundimos placer con bienestar, confundimos tener con ser.

El ego es rutinario, quiere que cada día sea igual al anterior y así nos hace sufrir constantemente. Identificarlo, aceptarlo y responsabilizarnos de nosotros mismos es el camino hacia la paz emocional, el descanso que todos merecemos porque hemos aprendido a estar bien con nosotros mismos primero, y en consecuencia con todos los demás.

Somos como un depósito. Depende de con qué lo llenamos es lo que ofrecemos. No podemos dar lo que no tenemos. Si sentimos rencor pues eso es lo que surgirá de nuestra conducta, si sentimos dolor pues desde ahí nos comportaremos.

El sufrimiento emocional es optativo.

Decidimos en cada momento cómo interpretamos la realidad. Cuando nuestra base emocional es sólida no nos hace falta juzgar, ni perdonar, ni menospreciar… sólo comprender. Porque hemos aprendido a mantener a nuestro ego a ralla, a tirar de las riendas de nuestra vida emocional.

Caemos una y otra vez en los mismos pozos, tropezamos siempre con las mismas piedras. Y nos preguntamos: ¿Cómo es que he vuelto a caer en el mismo sitio? Te propongo otra pregunta: ¿Cómo es que he repetido el mismo camino? Repetimos patrones porque no nos vemos, porque nos da pereza y miedo darnos cuenta de dónde estamos. Mejorar nuestro nivel de conciencia depende sólo de nuestra actitud ante la vida, de querer de verdad ser felices. 

 

Foto: Sasha-freemind. Unsplash.